La calle donde está la casa de Fina no sale en el GPS. Se encuentra
en un pueblo perdido entre campos de olivos, blancos de nieve hoy. Es alta y
estrecha en medio de un callejón sin salida. Al entrar, el frío de afuera casi permanece
dentro, sin solución de continuidad. Subimos escaleras y más escaleras. Entre
piso y piso pequeñas estufas sostienen la mínima calidez de la casa, entre el
comedor, la cocina y los dormitorios que apenas insinúan calor.
Nos recibe la hija: “Mi madre no sabe nada, cree que se va a
poner bien, pero ya sabemos lo que hay…”.
En su cama, entre varias mantas, asoma la cabeza de Fina y
sus delgados brazos. Nos recibe seria, no está acostumbrada a los extraños en
su casa. Tiene 83 años y, como la mayoría de las personas de su edad, una intensa
y dura vida a sus espaldas que se refleja en los surcos de su rostro.
Al principio no demuestra el más mínimo interés por nosotros,
esquiva mira hacia otro lado cuando nos acercamos e intentamos saber si tiene
dolor, si come, si duerme bien,…. y qué sabe ella de su enfermedad. Cambiamos de
tema y le preguntamos por sus hijos, sus nietos,… Se le ilumina la cara y nos
cuenta que su nieto, cuando vuelve del cole, se sienta a su lado y le lee
historias de aventuras. “Al ataque, capitán!!,… se llama Jack no sé qué…”, Sparrow?,
le digo, “eso, eso!!”. Ya hemos entrado. “Lo que pasa es que a mí me gustaría
hablar sobre cosas importantes de la vida, pero cuando no me lee está con el móvil,
con el whatsapp,…” (!!)
Mientras mi compañero le explica a la familia cómo utilizar
los fármacos por la palomilla subcutánea que le hemos colocado, me quedo un
rato a solas con ella, sentada en la cama, nuestras manos enlazadas, en silencio.
“Esto ya es
el final, verdad?, hace tiempo que lo sé”, me dice mirándome tranquila y fijamente.
Sin darme tiempo
sigue, “Mi marido murió hace tres meses y también le pusieron esto en el brazo…
Para la morfina, no?
Estoy en paz con todos, mis hijos y mis nietos.
No tengo nada que solucionar, está todo bien arreglado, mi
marido ya lo hizo cuando le tocó.
Mi madre falleció con 49 años y yo cuidé de todos mis
hermanos, soy la mayor. También he cuidado de cuatro abuelos en mi casa… y
ahora no quiero darles tanto trabajo a mis hijos.
Claro que yo haría esto y más por ellos, me dejaría cortar
una mano. Pero ellos están sufriendo demasiado por mí. No se lo merecen.
Cuando volverán a casa,... la semana que viene? Pero no se
olviden, eh?”
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