Hace tiempo que la distancia invade mi trabajo, que la
soledad se hace fuerte en las habitaciones y la falta de caricias (aunque
alguna se escapa a través del guante azul) acompaña nuestras palabras. El miedo
se toca y el silencio se esconde tras los muebles, mientras la sonrisa brota en
los ojos que asoman por encima de la mascarilla.
Qué difícil se nos hace llegar a los pacientes y sus
familias… Simplemente acercarnos. Y ya no digamos abordar la comunicación,
caminar hacia lo emocional, a lo espiritual. Qué lejos! No se trabaja a gusto,
nunca te queda la sensación de haber hecho las cosas bien. Siempre falta,
siempre sobra.
No es fácil resumir estos meses, plasmar lo sentido y lo
vivido. Muy duro. Realmente complicado. Buscando recursos y conformándote con
menos; casi con nada apenas nos volvíamos de nuevo, hasta mañana.
La gente se quedaba en casa. La gente recelaba de todo y se
quedaba en casa. La gente tenía miedo a salir de casa. La gente no quería ir al
hospital cuando se encontraban mal. La gente ni se asomaba al centro de salud. Si
tenían suerte y no comunicaba podían hablar por teléfono con un médico, que a
través de las ondas les recomendaba un tratamiento… por favor, por favor, que no tenga que subir a urgencias!. La gente
se moría de ganas de ver a sus hijos, a sus nietos, pero no querían verlos por
más miedo.
El susto se instalaba en sus cuerpos cuando nos veían
vestidas de esa manera, unos ojos y una voz en el aire. También se apoderaba de
nosotras cuando el espejo del ascensor nos devolvía el reflejo, o si en el
dormitorio nos sorprendía nuestra imagen en la puerta del armario. Sudábamos,
las gomas se nos marcaban en la cara, nos sentíamos casi tan aisladas como
ellos, tan y tan ajenas al entorno. La gente se apartaba, creo que lo tengo aunque no me han hecho la prueba, pero y si no? Y si
me lo pegan y yo se lo pego a mi familiar enfermo?. La sospecha siempre
flotando en el aire.
La gente ha muerto sola, muy sola. Bajo llave, en una
habitación de la planta de los contaminados, cuyo ansiado giro solo se oía a
las horas de comer… y si se olvidan de que
estoy aquí?, Y si me muero solo?. Angustia entre cuatro paredes, miedo
absoluto, soledad eterna.
Hemos acompañado, hemos tocado a través del látex, hemos
hablado desde el otro lado de la mascarilla, hemos escuchado a través de las
telas. Hemos dado, nos han dado. Hemos visto cosas que nunca hubiéramos querido
ver. Desde la inmensidad del dolor de la enfermedad terminal, el dolor de la
soledad trazaba una nueva ruta, más dolorosa todavía. Desde el dolor de la
despedida, la ausencia de caricias sumaba un nuevo paisaje más nublado y gris. Desde
el dolor del dolor, el silencio dibujaba fantasmas en las paredes, evocaba lamentos
de otras épocas, fundía el presente, el pasado y el futuro en un mismo grito
desesperado. Dolor al cuadrado, al cubo, dolor a la enésima potencia.
El dolor duele aunque uno no lo sufra física ni
emocionalmente, porque el dolor también trasciende, el dolor traspasa y engulle.
Y como Jonás en el vientre de la ballena, hemos vivido en la oscuridad,
buscando a tientas la salida e invocando al universo en busca de sentido.
Sin embargo, y al mismo tiempo, el verde, el azul y el dorado
se han apoderado del planeta. La naturaleza ha respirado, se ha desparramado. Ha disminuido nuestra
continua agresión hacia todo lo vivo, seamos o no seamos nosotros. El ser más
destructivo de la tierra, y a la vez el más hermoso, se ha quedado
quieto. Pero... era necesario hacerlo así?
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