domingo, 16 de octubre de 2016

CuiDáNDo-NoS...

Berta cuida a su madre desde que cayó enferma hace unos años. Aunque es la menor de 5 hermanos, todos varones, ya ha cumplido los 60. Su cara está surcada por mil y una arrugas que delatan una vida nada fácil.
 
Esta mujer de mirada huidiza, enjuta y bregada en mil batallas está realmente sola, aunque tenga cuatro hombres al lado. Vive en una casa estrecha llena de escaleras en  la calle del Horno (todos los pueblos tienen una calle con este nombre) y está atenta a cualquier llamada de su madre. Su madre es una mujer con un fuerte carácter, que no ha heredado su hija, y que ha manejado a su familia en tiempos difíciles. A pesar de estar enferma, no pierde su hegemonía  sobre el entorno.

Apenas puede salir de la cama si no es con mucha ayuda, se queja desmesuradamente si la quiere asear y continuamente pide agua, aunque al ofrecérsela se niegue a beber. Es el reclamo habitual de una persona dependiente, (quién no querría tener continuamente a alguien al lado que nos cuidara en estas condiciones! Es lo deseable, desde luego.), pero llevado al extremo del agotamiento y la nulidad. Hay que decir que la madre de Berta padece una enfermedad crónica que la mantiene encamada y con una movilidad muy limitada, pero mantiene su función cognitiva intacta, a pesar de sus 90 años. Quiere a su hija continuamente a su lado, aunque sea para insultarla. Si, también para eso.

Al final de la visita, o eso pensábamos nosotras, nos sentamos alrededor de una mesa cubierta con un hule al que hace tiempo que nadie le pasa un trapo, con ella y dos de sus hermanos, que han venido a casa para estar en la visita. El marido de la paciente se queda sentado en el sofá viendo la tele sin sonido. Hablamos del tratamiento, explicamos los cuidados que requiere la paciente y… llegamos a la parte de los cuidados que requiere el cuidador, o sea Berta.

Al explicarle la situación, tal como la vemos nosotras, se rompe en un llanto rápidamente controlado. Secándose a duras penas las lágrimas, nos cuenta que no sabe ni quiere imaginarse cómo será cuando su madre muera. Mi madre lo es todo, qué será de mí, no quiero pensarlo, dice mientras vuelve a echarse a llorar. Ahora la cuido, ha sido y es lo más importante de mi vida. No, no… repite como un mantra.

Le hablamos suave, pero seguras de lo que le decimos. Lo que hace tiene un gran valor y le reconfortará cuando ella no esté ya. Sin embargo y sin menoscabo de nada, tiene que poner pequeños límites (para ella ya es mucho), tiempo durante el cual debe respirar y coger aire, intentar llenarse para no encontrarse vacía, alterada y agotada cuando esté a su lado, cuidándola. Debe pedir ayuda a sus familiares, aunque crea que nunca lo harán tan bien como ella, y vivir un poquito, aunque es difícil, fuera de esa casa que le ahoga.

Esto y mucho más que fue surgiendo al ir ella desgranando sus emociones, mientras sus hermanos permanecían mudos, nos llevó a un punto de serenidad y silencio compartido, tras el cual ella esbozó una tímida sonrisa de la que brotó un gracias… luego de una pausa, la sonrisa se hizo amplia, nos miró a los ojos largamente y pronunció un gracias de esos que te abrazan el alma, juntando los cachitos.

 
Una vez más, a mitad de mes, a mí ya me han pagado la nómina.



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