Berta cuida a su madre desde que cayó enferma hace unos años.
Aunque es la menor de 5 hermanos, todos varones, ya ha cumplido los 60. Su cara
está surcada por mil y una arrugas que delatan una vida nada fácil.
Esta mujer de mirada huidiza, enjuta y bregada en mil batallas
está realmente sola, aunque tenga cuatro hombres al lado. Vive en una casa estrecha
llena de escaleras en la calle del Horno
(todos los pueblos tienen una calle con este nombre) y está atenta a cualquier
llamada de su madre. Su madre es una mujer con un fuerte carácter, que no ha
heredado su hija, y que ha manejado a su familia en tiempos difíciles. A pesar
de estar enferma, no pierde su hegemonía sobre el entorno.
Apenas puede salir de la cama si no es con mucha ayuda, se queja
desmesuradamente si la quiere asear y continuamente pide agua, aunque al ofrecérsela
se niegue a beber. Es el reclamo habitual de una persona dependiente, (quién no
querría tener continuamente a alguien al lado que nos cuidara en estas
condiciones! Es lo deseable, desde luego.), pero llevado al extremo del
agotamiento y la nulidad. Hay que decir que la madre de Berta padece una
enfermedad crónica que la mantiene encamada y con una movilidad muy limitada,
pero mantiene su función cognitiva intacta, a pesar de sus 90 años. Quiere a su
hija continuamente a su lado, aunque sea para insultarla. Si, también para eso.
Al final de la visita, o eso pensábamos nosotras, nos
sentamos alrededor de una mesa cubierta con un hule al que hace tiempo que
nadie le pasa un trapo, con ella y dos de sus hermanos, que han venido a casa
para estar en la visita. El marido de la paciente se queda sentado en el sofá
viendo la tele sin sonido. Hablamos del tratamiento, explicamos los cuidados
que requiere la paciente y… llegamos a la parte de los cuidados que requiere el
cuidador, o sea Berta.
Al explicarle la situación, tal como la vemos nosotras, se
rompe en un llanto rápidamente controlado. Secándose a duras penas las
lágrimas, nos cuenta que no sabe ni quiere imaginarse cómo será cuando su madre
muera. Mi madre lo es todo, qué será de mí, no quiero pensarlo, dice mientras
vuelve a echarse a llorar. Ahora la cuido, ha sido y es lo más importante de mi
vida. No, no… repite como un mantra.
Le hablamos suave, pero seguras de lo que le decimos. Lo que
hace tiene un gran valor y le reconfortará cuando ella no esté ya. Sin embargo
y sin menoscabo de nada, tiene que poner pequeños límites (para ella ya es
mucho), tiempo durante el cual debe respirar y coger aire, intentar llenarse
para no encontrarse vacía, alterada y agotada cuando esté a su lado, cuidándola.
Debe pedir ayuda a sus familiares, aunque crea que nunca lo harán tan bien como
ella, y vivir un poquito, aunque es difícil, fuera de esa casa que le ahoga.
Esto y mucho más que fue surgiendo al ir ella desgranando sus
emociones, mientras sus hermanos permanecían mudos, nos llevó a un punto de
serenidad y silencio compartido, tras el cual ella esbozó una tímida sonrisa de
la que brotó un gracias… luego de una pausa, la sonrisa se hizo amplia, nos
miró a los ojos largamente y pronunció un gracias de esos que te abrazan el
alma, juntando los cachitos.
Una vez más, a mitad de mes, a mí ya me han pagado la nómina.
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