lunes, 3 de julio de 2017

aPReNDeR a No JuZGaR...


Nos habían avisado de que era un domicilio complicado. Era difícil entenderse con la esposa del paciente porque mostraba agresividad y malentendía la actitud del equipo médico que habitualmente manejaba a su esposo enfermo, el cual mostraba pasividad y enfado al mismo tiempo.

Así que allí fuimos intentando, como habitualmente hacemos, no llevar ninguna idea preconcebida de lo que nos íbamos a encontrar,… Hacemos lo posible por entrar en los domicilios como páginas en blanco.

Laura nos abrió la puerta. “Ya era hora de que vinieran. Mi marido está cada vez peor y yo estoy sola! Estoy muy descontenta con este servicio, les espero desde ayer”.  Hacía dos días que recibimos la derivación de su médico de AP y el día anterior le habíamos llamado por teléfono para decirle que iríamos a verlos hoy.

Mudas, la seguimos por un largo pasillo, plagado de puertas que se abrían a pequeñas habitaciones vacías. En silencio llegamos al final, al dormitorio. Desde la cama, Juan nos recibe con una media sonrisa. Intercambiamos una suave mirada con ella, las lágrimas se deslizan por su cara.

“Yo ya no puedo con él. Estamos solos, no tenemos hijos”. Dice a modo de disculpa. Aunque no debe, lo hace. Nadie debería disculparse por las emociones que afloran cuando uno está en una situación límite, creo yo. En nuestro quehacer diario, tenemos que poder con eso y mucho más.

Hace dos meses a Juan le diagnosticaron una enfermedad terminal en fase muy avanzada y que evoluciona rápidamente. “Se jubiló el año pasado, yo trabajo de limpiadora en un hospital y me quedan dos años. Toda la vida trabajando… y ahora esto!”. No por repetida, deja de impactarnos cada vez que escuchamos la misma frase.  

“Él ha decidido irse a una residencia,… aquí y así no podemos estar”. Juan asiente, apenas puede hablar. “Ella no puede conmigo, y yo no puedo hacer nada sin ayuda”, nos dice lentamente, intentando hacerse entender con mucha dificultad y rabia contenida. El enfado, la confusión y el no entender nada de lo que está pasando ni el por qué empapan su cuerpo delgado, la cara de luna llena, las sábanas y la silla en la que estoy sentada, a su lado.


Su esposa probablemente se siente culpable por no poder atenderlo y tener que sacarlo de su casa, aunque parece que la decisión la tomó él. “Pero claro, por mi culpa”, dice ella.

Al despedirnos, en el rellano de la escalera, nos sorprende con un abrazo húmedo, como quien ha naufragado y se agarra a una tabla en medio del mar, sin querer soltarla para no ahogarse. “Vendrán a la residencia, verdad?”

A los pocos días le encontramos a él sonriente en la cama articulada de la habitación de la residencia. “Las auxiliares están muy pendientes de él”, nos dice la esposa, bastante más tranquila que en su casa.

En el pasillo vuelve a llorar, intentamos desculpabilizarla y reafirmarla en la decisión que han tomado. La enfermera de la residencia nos acompaña en todo momento y nos dice que necesitaba eso, que entre todos la ayudáramos a sentir que ha tomado la decisión adecuada.


Nadie debería juzgar a nadie. La comprensión, la compasión, el sentido común, el saltarse las normas y el ponerse en la piel del otro no lo enseñan en la facultad, sino en la Universidad de la Vida.



1 comentario:

  1. Muy cierto,...

    Como siempre, gracias por vuestro blog,.

    Un abrazo,.

    JC,.

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