Nos habían avisado de que era un
domicilio complicado. Era difícil entenderse con la esposa del paciente porque
mostraba agresividad y malentendía la actitud del equipo médico que
habitualmente manejaba a su esposo enfermo, el cual mostraba pasividad y enfado
al mismo tiempo.
Así que allí fuimos intentando, como
habitualmente hacemos, no llevar ninguna idea preconcebida de lo que nos íbamos
a encontrar,… Hacemos lo posible por entrar en los domicilios como páginas en
blanco.
Laura nos abrió la puerta. “Ya era
hora de que vinieran. Mi marido está cada vez peor y yo
estoy sola! Estoy muy descontenta con este servicio, les espero desde ayer”. Hacía dos días que recibimos la derivación de
su médico de AP y el día anterior le habíamos llamado por teléfono para decirle
que iríamos a verlos hoy.
Mudas, la seguimos por un largo
pasillo, plagado de puertas que se abrían a pequeñas habitaciones vacías. En silencio
llegamos al final, al dormitorio. Desde la cama, Juan nos recibe con una media
sonrisa. Intercambiamos una suave mirada con ella, las lágrimas se deslizan por
su cara.
“Yo ya no puedo con él. Estamos solos,
no tenemos hijos”. Dice a modo de disculpa. Aunque no debe, lo hace. Nadie debería
disculparse por las emociones que afloran cuando uno está en una situación
límite, creo yo. En nuestro quehacer diario, tenemos que poder con eso y mucho
más.
Hace dos meses a Juan le
diagnosticaron una enfermedad terminal en fase muy avanzada y que evoluciona rápidamente.
“Se jubiló el año pasado, yo trabajo de limpiadora en un hospital y me quedan
dos años. Toda la vida trabajando… y ahora esto!”. No por repetida, deja de
impactarnos cada vez que escuchamos la misma frase.
“Él ha decidido irse a una
residencia,… aquí y así no podemos estar”. Juan asiente, apenas puede hablar. “Ella
no puede conmigo, y yo no puedo hacer nada sin ayuda”, nos dice lentamente,
intentando hacerse entender con mucha dificultad y rabia contenida. El enfado, la
confusión y el no entender nada de lo que está pasando ni el por qué empapan su
cuerpo delgado, la cara de luna llena, las sábanas y la silla en la que estoy
sentada, a su lado.
Su esposa probablemente se siente
culpable por no poder atenderlo y tener que sacarlo de su casa, aunque parece
que la decisión la tomó él. “Pero claro, por mi culpa”, dice ella.
Al despedirnos, en el rellano de la
escalera, nos sorprende con un abrazo húmedo, como quien ha naufragado y se
agarra a una tabla en medio del mar, sin querer soltarla para
no ahogarse. “Vendrán a la residencia, verdad?”
A los pocos días le encontramos a él
sonriente en la cama articulada de la habitación de la residencia. “Las
auxiliares están muy pendientes de él”, nos dice la esposa, bastante más
tranquila que en su casa.
En el pasillo vuelve a llorar,
intentamos desculpabilizarla y reafirmarla en la decisión que han tomado. La enfermera
de la residencia nos acompaña en todo momento y nos dice que necesitaba eso,
que entre todos la ayudáramos a sentir que ha tomado la decisión adecuada.
Nadie debería juzgar a nadie. La comprensión,
la compasión, el sentido común, el saltarse las normas y el ponerse en la piel
del otro no lo enseñan en la facultad, sino en la Universidad de la Vida.
1 comentario:
Muy cierto,...
Como siempre, gracias por vuestro blog,.
Un abrazo,.
JC,.
Publicar un comentario