Nos llama la oncóloga del hospital porque ha ingresado una
paciente joven con dolor descontrolado y, aún con dosis altas de morfina
intravenosa, le está costando manejarla. El problema es que la paciente quiere
ir a casa y en esas condiciones no es posible darle el alta.
En algunos casos de tan difícil control hemos acudido al
cuarto escalón de la escalera analgésica de la OMS, que se aplica en centros
especializados, en las Unidades del Dolor. Consiste en técnicas de analgesia
como administración de fármacos por vía espinal, bloqueos de nervios
periféricos, bloqueo simpático o neurolítico, técnicas de estimulación
eléctrica, neurocirugía,… Lo dejamos como opción final si los tratamientos
habituales no nos dan resultado.
Tras 24 horas, y varias subidas de dosis acompañadas de
fármacos coadyuvantes, se consigue que la paciente tenga un buen control del
dolor.
Si queremos que vaya a su domicilio deberemos sustituir la
vía intravenosa por un infusor subcutáneo para que ella y/o su familia puedan
manejar dosis de medicación extra si el dolor vuelve a aparecer.
Acudimos al hospital para ponérselo ajustando dosis y, de
paso, conocerla ya. Nos han dicho que vive en un pueblo bastante alejado del
hospital, tiene 49 años, está casada y tiene un hijo de veintitantos años… y, añado,
probablemente le está costando “un” mucho aceptar la situación. La vejez
conlleva el deterioro físico que, generalmente (aunque no siempre) ayuda a la
mente a afrontar estas situaciones dejándose deslizar suavemente hacia el
final, la juventud no.
La habitación de Laura está silenciosa y el sol entra a
raudales por la ventana. Morena, el pelo corto, ojos grandes y húmedos, vuelve
la cara hacia nosotras al entrar. Tumbada en la cama parece agotada. El suero
envuelto en papel de plata, como si de un regalo se tratara, cuelga del palo a
su lado. En la mano un arrugado pañuelo de papel. En la tele colgada de la
pared, allá arriba, varios expertos desglosan el encierro de esta mañana en los
sanfermines. Ambiente de fiesta.
El saludo es distante, casi doloroso, como han sido los
últimos días para ella. Sentada en la cama, intento acercarme a su dolor. Le
toco suavemente la mano pero la retira. Desde su isla interior nos observa
distante y en silencio. Tras unos segundos le preguntó cómo se encuentra. Sonríe
tímidamente mientras dice que sin dolor, por fin! “Eran como puñales que se me
clavaban en las piernas”.
Sabe que el cáncer de pulmón que desde hace medio año ha sido
tratado como un dolor osteomuscular… se ha extendido a sus huesos, sin remedio.
Lo sabe desde hace dos meses, cuando su marido le convenció para que acudiera
al hospital.
Nunca le ha gustado ir al médico, “siempre aparece algo
imprevisto”, por eso aunque es una fumadora empedernida y la tos le ahogaba en
muchas ocasiones, disimulaba y se conformó con lo del dolor muscular hartándose
a tomar antiinflamatorios. “Aun con todo y sabiendo que la culpa es mía, estoy enfadada con el médico. Ahora lo importante es que mejore.”
Llora y ríe casi al mismo tiempo, la rabia y la tristeza se le apoderan y al
instante siguiente, incapaz de aceptar todavía el diagnóstico y el poco tiempo
que queda, abraza la esperanza como si fuera una nube de algodón. Como una
niña, sueña con despertar de esta pesadilla. Pareciera que se siente bien con tanta gente
alrededor preocupada por ella, poniendo y quitando agujas, esparadrapos y otros
accesorios.
Recuerdo una ocasión en la que una paciente me dijo: “Daría
lo que fuera por cambiarnos, por estar en tu lugar ahí sentada en mi cama y tú
en el mío. Por tus piernas, por tu cara, por el pelo, por tus andares, por las
manos, por tus ojos, por lo que no conozco, por ti entera. No quiero saber qué problemas tienes… me
quedaría con todos, sean los que sean”.
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