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domingo, 11 de febrero de 2018

VeRaNo 1993...

Cuando Frida lanza un peine por la ventanilla del coche y farda de sus muñecas delante de su prima pequeña, cuando la abandona en medio de un bosque y cuando intenta escaparse de casa, un plan que su miedo echa a perder, solo pretende convertir su malestar, el dolor por la pérdida de su madre, en actos; quizá es lo que ocurre cuando faltan las palabras, inútiles para expresar lo que no comprendemos.

«Verano 1993» (Carla Simón, 2017), galardonada con tres premios Goya, narra la historia de una niña de seis años, interpretada por Laia Artigas, inmersa en un proceso de duelo, trance psicológico que desencadena la muerte de un ser querido y especialmente delicado durante la niñez. El filme lo muestra sin ahogarse en el drama, con ese humor que persiste hasta en los momentos duros y dejándonos una sonrisa un poco triste, pero esperanzada, en la boca. 



Alba Payàs (Manresa, 1956), psicoterapeuta, directora del Máster de intervención en duelo de la Universidad de Barcelona y del Instituto IPIR, un centro especializado en su tratamiento, explica cómo afrontan y cómo deben afrontar la muerte los más pequeños.


¿Qué percepción tiene un niño de la muerte?

Los niños con poca edad no entienden la muerte y que la persona no regresa. A los seis años ya comprenden que la persona que fallece no va a volver. 

Las emociones que sienten son las mismas que sienten los adultos, la tristeza y la aflicción, pero no tienen la capacidad de expresarlas por sí mismos, y necesitan que les ayuden a hacerlo. Sin embargo, en el entorno suele haber un mito, una falsa creencia, y es que a los niños hay que distraerles de su pena. La experiencia del niño es que no se le ha acompañado en su dolor. Entonces, aunque en apariencia todo está bien, aunque son capaces de seguir jugando, por dentro sienten dolor. 

A partir de cierta edad, y cuando se van haciendo mayores, como no pueden expresar la tristeza la desplazan, y la desplazan al enfado. Se vuelven irritables o rebeldes. Detrás de estos sentimientos de enfado puede haber culpa, porque pueden responsabilizarse de lo que ha sucedido.

¿Cómo se gestiona ese sentimiento de culpa?

El sentimiento de culpa, en el duelo, es natural y humano, y es un reflejo del amor que hemos sentido por una persona. Entendemos el amor como la capacidad de proteger al otro, y cuando no hemos logrado hacerlo nos sentimos culpables. Es una emoción absolutamente natural de la que hay que hablar, que hay que compartir, a la que hay que poner nombre, y que hay que expresar. La culpa también tiene el papel de proteger el rol: es decir, que si yo soy padre y he perdido a mi hijo, sentirme culpable me hace pensar que sigo siendo un buen padre. 

Pasado un tiempo, la persona tiene que ir liberándose de ella. Lo que pasa es que los niños a veces tienen la fantasía de que son responsables de la muerte o de que podían haber hecho algo que hubiera salvado a la persona fallecida. Tienen un pensamiento más mágico.

El problema del duelo en los niños es que no solo pierden al ser querido, sino que a veces se le arranca de sus raíces. Entonces hay dos duelos: el del ser querido y también otro, que los adultos no suelen tener en cuenta, y que es que el niño pierde la escuela, los amigos, la casa, la comunidad o el hogar. Es una pérdida secundaria que a veces es tan importante como la primaria, porque el niño necesita estructura. Es como una planta que sacudes y a la que encima le quitas las raíces y luego dejas en el aire. Para ellos es tremendo perder todo el entorno que les da seguridad.


En una escena de «Verano 1993», la niña habla con su tía sobre la muerte de su madre, y su tía le responde con franqueza, con una franqueza que choca, a sus preguntas. ¿Es esa la forma correcta hablar a los niños sobre este tema?

El niño necesita un tiempo de distracción, de mirar al futuro, de olvidar lo que ha pasado, y también necesita el mismo tiempo para hablar de lo que ha sucedido y para que le expliquen cómo han sido los hechos, igual que haríamos con un adulto.

La situación ideal para los niños es que puedan acompañar a la persona que se está muriendo. Que puedan sentir que están dando y recibiendo cariño. Así pueden entender mucho mejor lo que sucede. Pero durante décadas ha habido un tabú con este tema, y a los niños se les ha ocultado la muerte: se ha evitado que estuvieran en el funeral, se ha procurado que no vieran a la persona fallecida, que no fueran al hospital, a cuidados intensivos... 

En realidad, todo ese miedo es nuestro, es de los adultos. El niño no tiene miedo a la muerte si está acompañado de un adulto que le explique lo que está pasando y que le ayude a expresar sus emociones y a regularlas. Ahora hay más formación, y se sabe que los niños pasan el duelo mucho mejor si se les permite estar presentes, y si se responde a todas las preguntas que hacen, aunque sea con un «no lo sé» cuando no sabemos contestar.

Los niños, además, saben cuándo les estamos mintiendo.

Claro. Saben que se les está mintiendo y sobre todo saben que el adulto tiene miedo del mundo emocional. Los niños te miran a los ojos, y, si huyes de tu dolor, van a imitar tu respuesta. Si no se tiene miedo del dolor, de sentir el dolor, de vivirlo y de apropiarse de él, entonces el niño aprende a hacer lo mismo, y esa experiencia, con la que madura, le ayuda a ser mucho más resiliente; es decir, le ayuda a ser capaz de afrontar mucho mejor los avatares de la vida. Pero si el dolor se le ha escondido, si desde pequeño se le ha encerrado en una protección que le ha impedido conectar con el sufrimiento natural de la vida, cuando el niño, de adulto, afronta una pérdida, responde mediante la evitación, con la negación.

¿Qué dimensiones tiene un duelo?

La primera dimensión es sobre las circunstancias de la muerte: el trauma. Son los recuerdos sobre las circunstancias de la muerte del ser querido. El objetivo es aceptar de qué murió y cómo murió, y enfrentarnos al sentimiento de culpa, de si la muerte se podría haber evitado o a pensamientos tan dolorosos como si la persona sufrió. Luego, la segunda dimensión es la que llamamos la relacional, que tiene que ver con los recuerdos de lo que se vivió, de lo que se recibió de la persona perdida, y también con las cosas difíciles, con los conflictos con ella, naturales en todo vínculo humano. Entonces se puede buscar el sentido profundo de la relación. 

Al final del duelo, para muchas personas, pero no para todas, hay una sensación de gratitud, de amor y también de tristeza, de pena y de añoranza, pero sobre todo de paz interior y de ilusión por la vida, porque, si nos hemos sentido amados, el amor nos empuja a vivir de forma más plena.



¿Qué ocurre si una persona se queda atrapada en una de esas dimensiones y no logra avanzar?

Entonces tenemos un diagnóstico de duelo crónico, con una persona que vive la añoranza y la culpa como emociones intensas, y que se siente incapaz de seguir adelante, llegando a manifestar síntomas como la depresión, la ansiedad y sobre todo falta de ilusión. A veces, durante un duelo complicado, la persona funciona aparentemente bien a nivel laboral, pero, sin embargo, por dentro siente dificultades para disfrutar de la vida. Los expertos en duelo recomendamos ayuda terapéutica, para ver qué es lo que se oculta debajo de ese duelo difícil: si es enfado, culpa, si el nivel de trauma es demasiado alto o si hay otras pérdidas.

Hay que subrayar que hay que pedir ayuda terapéutica especializada para que la persona pueda resolver estos traumas profundos, que a veces están mezclados con otras pérdidas sufridas en el pasado, y que no son necesariamente muertes. Parece que en nuestro corazón ponemos todas las pérdidas en un mismo cajón, y que así las vamos acumulando.

Cuando termina «Verano 1993», Frida parece reconciliada con su familia, dispuesta a ser menos revoltosa y a divertirse; en la última escena, mientras juega con su tío y con su prima, mientras los tres saltan en la cama y se ríen, la niña, súbitamente, se aparta y rompe a llorar. Como explica Payàs, «la idea de que en tres meses o en un año se pasa página es un mito, porque el duelo puede durar años». 

Por eso, los adultos no deben mostrar prisa por hacer ver que todo «ha pasado», y sí esforzarse, permaneciendo al lado de los pequeños, en ayudarles a seguir adelante. De lo contrario, y volviendo al mundo del cine, la situación puede convertirse en la de Julien Davenne en «La habitación verde» (François Truffaut, 1978), un periodista experto en necrológicas que vive en el pasado, rindiendo culto a los que se han ido y creyendo que rehacer su vida es una traición.



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