Cuando tras una larga enfermedad fallece un ser querido,
el armazón que habíamos montado con tanto dolor y mimo se tambalea el día
después. El material del que está hecha la estructura resulta que no era tan
fuerte como pensábamos y por las rendijas entra frío. Un aire helado que nos
desordena los muebles y revuelve la pelusa que estaba oculta debajo. A veces el
viento calla y la calma vuelve. De repente, al cabo de los días o de los años,
un remolino te levanta del suelo y en un instante pone tu mundo patas arriba,
de nuevo.
Son frecuentes los sentimientos de culpa, de no haber llegado
a todo, de no haberlo sabido hacer mejor. Porque cuando uno cuida no lo hace
como quiere, sino como puede. También cuando uno sufre no lo hace como quiere,
sino como puede. Pero realmente no tiene sentido fustigarnos por lo que pudo ser
y no fue. Las cosas, las situaciones, en la distancia miden diferente a cuando estás en el ojo del huracán.
Ayer por la mañana, D. se sentía culpable por no haberle
dejado comer a su madre yogures con azúcar… con
lo que a ella le gustaban! Hace casi
dos meses que falleció y aún no sé dormir con la luz apagada y cualquier
murmullo me despierta. A veces, me sorprendo llorando y otras, esperando llorar, no lloro.
Ni siquiera yo misma sé si lo hice bien, creo que podía haberlo hecho
mucho mejor y mucho más. Más de verdad… pero nunca lo sabré.
1 comentario:
Las cuidadoras...auténticos héroes en la historia del enfermo! Qué trabajo tan entregado, cuánta renuncia, cuánto amor y ternura, qué capacidad! No, nunca deben sentirse culpables de nada!
Siempre lo hacen bien, hasta el límite de sus posibilidades y un poco más
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