Éramos cuatro mujeres sentadas alrededor de una cama. Madre e
hija sobre ella y nosotras dos al lado, cerrando el círculo. Las ventanas nos
mostraban un universo verde. Verde de pinos, verde más claro de hierba, oscuro
el de las montañas del fondo y entre rama y rama, uniéndose a tropezones en lo
alto de las laderas, el azul de la mañana. A solas con nuestras voces y
nuestros silencios, fuera el sonido de los pájaros dibujando una orla a nuestro
alrededor. Como una diadema de flores.
Eva aún tiene el sobresalto en el cuerpo. Hace apenas dos meses
navegaba por el mundo, cosa que hacía desde mucho tiempo atrás, viviendo temporadas
largas en lugares diferentes. Siempre viajera independiente, ávida de
experiencias y de conocimiento. Un imprevisto la llevó a tierra.
Lo ha aceptado como ha hecho con todos los obstáculos que la
vida le ha ido planteando, de cara, con la verdad por delante y buscando
opciones, soluciones. Sin demora, ya que el tiempo apremia.
Es tranquila y sonriente, habla despacio y encaja bien la
diversidad... es flexible como un junco. Su hija le acaricia
las piernas. Pero no puede más con la dependencia que se desprende del avance
de su enfermedad, no quiere hacer sufrir a los suyos, aunque se adapta al papel
que le está tocando vivir… “Aún no puedo creérmelo,
pero las cosas son así. He sido feliz, me he casado y me he separado dos
veces… no aguanto demasiado... o no me aguantan a mi. Tengo dos hijas de las que estoy muy orgullosa. Pero quiero morirme ya. Lo
que viene va a ser cada vez peor para todos. Me he puesto en contacto con esa
asociación suiza del suicidio asistido, pero llevará su tiempo…”. Y probablemente
no lleguemos ni a que puedas hacer el viaje, mamá.
“No soy creyente, no sé
qué habrá después… si seré parte del viento o de la tierra. Pero estoy muy
tranquila… estoy en paz”, dice con una sonrisa.
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