Tristeza, solo tristeza es la palabra.
Blanco al entrar, sin juicios, sin ideas preconcebidas, solo
alertas, dispuestas a recoger, recomponer, mejorar, ayudar, a abrir puertas
para ventilar, sin miedo, cautas, dispuestas a movernos sin romper, pasando
entre los restos del naufragio sin destruir, intentando juntar las piezas para
montar un escenario vivible, amable, saludable, trayendo a la esperanza de
vuelta, la esperanza de los días, de los deseos aún, de los sueños a corto
plazo. Cuatro ojos, cuatro orejas, dos manos para tocar, dos mentes a las que
hemos pausado tras la anterior visita, por supuesto en “on”.
Pero Mercedes nos supera. Tiene casi mi edad y hace dos años
le diagnosticaron ELA, justo tras separarse de su marido. No quiere que la
veamos en la cama, con la silla de ruedas la cuidadora la trae a la cocina, un
espacio diáfano en donde entra la luz a raudales. La decoración mínima y
cuidadosa la pensó ella. Un lugar para vivir.
Llega gesticulando, ya no puede hablar y apenas puede mover
los dedos de las manos. Las flemas le producen frecuentes ataques de tos de los
que sale con un gran esfuerzo. Mientras intenta explicarnos algo que le ha
pasado, apenas acierta con las letritas del móvil… y a mitad lo abandona. Tampoco
puede ya con la Tablet. Su cara es muy triste, por supuesto no lo acepta y
llora desconsoladamente, al tiempo que se ahoga. Le hacemos preguntas a las que
solo debe responder si o no. Pero no cree que las respuestas sean suficientes,
vuelve a gesticular y la impotencia y la rabia,… finalmente la tristeza, se
apoderan de su rostro. Su cuidadora, joven y atenta, enciende la
televisión… “para que se distraiga”.
Asistimos impotentes a la escena que se desarrolla junto a
nosotras, aquí al lado. Sumergiéndonos en una tristeza de la que yo al menos tardaré
horas en salir.
Después de vivir hace pocos días una experiencia personal, me
doy cuenta de lo frágil que es la fina línea que separa la vida de la muerte.
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