Eva es preciosa. Nunca sale a la calle sin sus zapatos de
tacón. Viste alegre, con colores vivos. Su casa es como ella, luminosa. Y su
habitación de color rosa.
Al entrar nos encontramos con un gran beso en la pared y nuestra
imagen reflejada en varios lugares. Hay espejos por todos lados. Cortinas hechas
de cristalitos que suenan como mil grillos cuando el viento las mueve, dan paso
a las habitaciones. Dibujos, libros y lámparas inundan la casa.
Con el cráneo deformado por varias operaciones, nos mira de
reojo. “Siempre pensamos que era la
última, pero a los pocos meses el tumor volvía a reproducirse y vuelta a
empezar…”, nos dice su madre. Sus padres son sus cuidadores desde hace tres
años, cuando empezó todo. Dejaron su casa en un pueblo de la costa y acudieron,
sin pensárselo, a la llamada de su hija.
Desde la cama, Eva nos mira como intentando entender. Somos dos
extrañas que nos acercamos a ella mientras le hablamos. Mira a su madre y luego
a nosotras fijamente, congelando la imagen. La parte derecha de su cuerpo está
paralizada y el brazo izquierdo tiembla ligeramente. Ya no puede tragar, se
atraganta al mínimo intento. En el hospital han desestimado cualquier
actuación, dado el corto pronóstico de vida que tiene.
Hablamos de las opciones que tenemos, de la calidad de vida
que todos queremos que tenga hasta el final. Aparece su padre por el pasillo,
llorando. “Por favor,… que no sufra más.”
Miro a Eva y me regala una sonrisa, de repente. Luego vuelve
a ausentarse durante el resto de la visita.
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