Es un hombre joven, algunos años dedicado al mundo de la hostelería, que le han enseñado a tener buen oído -nos cuenta él- y mucha, muchísima paciencia. Tiene tres hijos, una esposa joven también que con los ojos le acaricia mientras le dice continuamente que le quiere y que estará a su lado y un hepatocarcinoma diagnosticado hace pocos meses.
Sabe perfectamente que sucede con su enfermedad y habla de ella con serenidad. Una fotografía de un hombre muy parecido a él me sonríe desde la mesilla “Mi padre murió a los 57 años de lo mismo”. Mientras lo dice también Antonio hace una mueca parecida a una sonrisa y entonces se convierte en el hombre de la foto. Padre e hijo idénticos, el paso del tiempo congelado, la enfermedad acercándolos.
El dolor acecha, le impide dormir, lo arroja a la cama, lo anula. Hablamos largamente sobre como controlarlo, cambiar de fármaco, dosis de rescate si requiere, “hay muchas alternativas Antonio para sobrellevar los síntomas, te seguiremos llamando, no dudes en tomar la medicación extra cada vez que lo estés pasando mal, siempre que tengas una duda estaremos al teléfono, si hace falta volvemos enseguida, mañana mismo si es preciso”.
Nos escucha con tranquilidad, me atrevería a decir que hasta con cierta paz. Se permite hacer alguna bromilla, comentar una anécdota, jugar un rato con la linterna.
Cuando nos despedimos me da un abrazo bastante más efusivo de lo protocolario, me mira intensamente mientras dice “gracias por venir, de verdad”. De forma súbita noto que alguien me aprieta suavemente el cuello y un discreto temblor….nuevamente mis emociones haciéndose presente.
Bajo las escaleras pensando en como la sociedad nos vende la imagen de los superhéroes….ni Superman ni Batman, yo me quedo con Antonio.
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