En esos últimos días de su madre, Lucía comprendió que la
muerte no era un final, no era ausencia de vida, sino una poderosa ola oceánica,
agua fresca y luminosa, que se la llevaba a otra dimensión. Lena se iba
desprendiendo de la tierra firme y se iba dejando llevar por la ola, libre de
ancla y de la fuerza de gravedad, liviana, pez translúcido impulsado por la
corriente.
Lucía dejó de luchar contra lo inminente y descansó. Sentada junto
a su madre respiraba a conciencia, lentamente, y le iba invadiendo una inmensa
quietud, un deseo de irse con ella, dejarse arrastrar y disolverse en el océano.
Por primera vez sentía su propia alma como una luz incandescente por dentro,
sosteniéndola, una luz eterna e invulnerable a los afanes de la existencia. Encontró
un punto de calma absoluta en el centro de sí misma.
No había nada qué hacer, sólo esperar. Acallar el ruido del
mundo. Supo que así experimentaba su madre la cercanía de la muerte y entonces
desapareció el terror que la había dominado al ver cómo su madre se iba
consumiendo y apagando como una vela.
Lena Maraz murió una de esas mañanas de febrero en que el
sofoco del verano chileno se anuncia temprano. Había estado adormilada durante días,
respirando apenas con un jadeo intermitente, aferrada a la mano de Enrique,
mientras su nieta rogaba que le fallara pronto el corazón y saliera de una vez
de ese pantano de agonía.
Lucía, en cambio, entendía que su madre debía andar el último
trecho a su propio paso, sin apuro.
“Más allá del invierno”, de Isabel Allende.