Hola, mi nombre es J., y voy a morir hoy… lo se, lo siento en los huesos, que hoy por hoy, es lo que más destaca de mi anatomía sobre la pulcra sábana blanca.
Lo se, porque he luchado y he ganado, porque la muerte ya no me asusta, porque se que ha llegado el momento de dar otro paso que, como en casi todo lo verdaderamente importante en la vida, no sabes a dónde te conducirá, y te inspira un cierto temor… pero esta vez, a diferencia de otras muchas, no estoy solo, y el amor de los que me rodean me desgarra el corazón de ternura y me insufla un valor y una determinación que, viéndome, nadie diría que poseo.
Recuerdo como si fuera ayer, cuando comencé la aventura de la enfermería e incluso antes, cuando una enfermera me decía “jamás serás un buen enfermero”; recuerdo mis prácticas y mis proyectos, y a la gente de mi alrededor “harás un buen enfermero de urgencias o de primaria, pero no te veo en planta” o “serás un buen enfermero allá donde vayas”… yo lo vivía todo como si me fuera ajeno… la verdad es que en aquel entonces el tiempo ya me había enseñado que las palabras que hieren, las que ensalzan o la indiferencia, no son más que el fruto del rencor, del optimismo o de esa manía que tenemos todos de etiquetar y dar consejos… cuando es el tiempo y la propia actitud, los que dictan las hojas de un diario que comenzamos siempre en blanco y nunca sabemos cómo acabará.
Sigo repasando rápidamente mi vida, y casi me resulta tan simple todo, que me arranca una sonrisa… bien o mal, todo se ha desarrollado como cabría esperar, aunque he sido muy afortunado. Nací en el primer mundo, y aunque mi adolescencia fue, como mi parto, un alumbramiento un tanto dramático, casi nunca pasé necesidades, al menos no esa clase de necesidad que atenaza las tripas y te muerde las entrañas… aprendiendo a amar, me hice e hice daño, y aún hoy, sigo aprendiendo cómo se hace, y dando pasos torpes en la buena y la mala dirección, pero en conclusión he amado y he sido correspondido, así que he conocido el que posiblemente sea el mejor regalo sobre la tierra.
En este momento entra mi doctora y la enfermera… no interrumpen del todo mis reflexiones, ellas son parte de mi historia, y ahora yo soy más protagonista que nunca. Mientras que la una se afana en cambiarme el suero, la otra se ha sentado en el borde de la cama, me mira y me pregunta qué tal estoy… buffff, ahora comprendo esas películas en las que el soldadito se enamora de su ángel de la guarda, me parecen tan jóvenes y tan guapas, aunque quizás de calle hubieran parecido anónimas o transparentes… me miran, y sobre todo destaco eso de ellas, sus ojos… han visto tanto como los míos, pero las mujeres tienen esa rara cualidad de sonreír con ellos antes de que el gesto llegue tan siquiera a insinuarse en sus labios… sonríen con los ojos, y se que me ven por dentro, eso me conforta, no soy solo un número de cama, no han tenido que preguntar un segundo antes en el control por mi nombre para repetirlo una y otra vez como si me conocieran de toda la vida.
He ingresado varias veces en el último año, así que me conocen y, además, hace mucho tiempo que soy “de la casa”, como al personal del hospital nos gusta decir, y aunque llevo casi la mitad de mi vida cuidando y enseñando a cuidar, se que hoy me toca impartir la última y más importante lección de todas, enseñar a mis compañeros a asistirme al morir y a crecer como personas.
No se muy bien cuándo decidí que me gustaría trabajar en paliativos; posiblemente fuera el fruto de la influencia de una enfermera que transmitía pasión al hablar de las historias de sus pacientes terminales lo que me picó la curiosidad y me hizo dar un paso en ese mundo en el que nadie quiere entrar… ¿pero cómo puedes ir a trabajar sabiendo que todos o casi todos tus pacientes lejos de salir por su propio pie lo harán con los pies por delante? ¿no quema? ¡quita quita!… y precisamente esa actitud, ese miedo que en el fondo todos sentimos ante la certeza de que moriremos, me hizo ver durante las prácticas, que a la muerte rodean una serie de signos que van más allá de los físicos del propio paciente.
Los enfermos crónicos solían apagarse poco a poco, hasta que un día, los estertores presagiaban el final inminente… es esa respiración entrecortada, ese sonido tan particular que empezaba a inquietar al personal ante la inminencia de lo inevitable (que no sea en mi turno por Dios)… pero si observabas con atención, ya notabas cómo la puerta de la habitación permanecía siempre cerrada, cómo el personal entraba solo para lo imprescindible, cómo el médico, si podía, delegaba en el residente o pautaba desde la puerta dando únicamente un rápido vistazo al interior de una habitación en penumbra.
Porque la muerte, se interpreta como un fracaso, el fracaso de la medicina, el fracaso personal, la oportunidad perdida de sanar, el molesto recordatorio de que todos nos vamos de este mundo… y no como lo que es, parte misma de la vida; pero somos humanos, y eso nos hace débiles o muy fuertes, únicamente hay que aprender a sacar fuerzas de la flaqueza, y darle la vuelta a la situación.
Hoy voy a morir, lo se, lo siento en los huesos, pero aunque tengo días mejores y días peores, no me ahogo con mis flemas, no tengo estertores, se han hecho bien los deberes, y por no tener, no tengo ni una UPP … y ayer fue un buen día, me levanté al baño sin ese dolor punzante en el pecho, tomé un rato el sol en la sala de visitas (bonitas vistas al mar por cierto)… y hasta me permití comerme un poco de ese estofado que tanto me gusta y que a alguien se le ocurrió traerme en un tapper… y lo disfruté, no como la última cena del condenado a muerte, sino con el placer del que reencuentra un sabor familiar y mira con ojillos de “joder, que bueno está esto, espero que en el cielo sepan cocinar como los ángeles, porque el pabellón está muy alto”.
No estoy en mi casa, pero podría haberlo estado, al fin y al cabo hace años que hay un buen equipo de primaria dedicado a los cuidados paliativos… han sido las circunstancias, porque afortunadamente fuera y (naturalmente) dentro del ámbito del hospital, hace ya tiempo que se entendió que no hay mayor indignidad, que morir con dolor, o con la puerta cerrada… y yo participé del cambio, y ahora disfruto de la recompensa… ni más ni menos que el resto.
Hoy, aunque suene MORBOSO, no hago planes para vivir, plasmo en el papel cómo me gustaría morir, ojalá que algún día sea una realidad generalizada.
Este texto va dedicado a todos los facultativos a los que he visto enfrentarse a las decisiones de sus jefes jerárquicos, y que ganaran o perdieran la batalla… la dieron. También se lo dedico a todos los enfermeros que supieron llevar su vocación más allá de la comodidad de limitarse a acatar una orden médica, y que lejos de pensar “si yo fuera médico…” entendieron que eran lo que siempre quisieron ser, y persiguieron el mejor interés de sus pacientes. A todos ellos, a los que desterraron el concepto “placebo” de su práctica profesional. A los que asumieron que cuando un paciente dice “me duele”, es que le duele. A los que entendieron que la morfina no es sinónimo de eutanasia, y siguieron formándose para aprender a dominar el arte del control de síntomas. A los que atendieron a los demás como quisieran ser atendidos ellos o se atendiera a sus seres más queridos… recordad, aún hay mucha batalla que dar, pero alguien debe darla… y la ganaremos.
... por J.P.J.