Nunca había valorado tanto aquella chispa de sol que la despertaba por la mañana ni el pequeño rayo de luna que se acostaba junto a ella por la noche,… hasta que un día los perdió a los dos.
Una tarde, sin venir a cuento, un agudo dolor la dobló. Aguantó con Nolotiles un tiempo, pero cuando ya no pudo más acudió al hospital. Tras una noche de pruebas, el cielo se desplomó sobre ella y empezó el miedo, el dolor, la angustia, las preguntas sin respuesta, los silencios, la enfermedad,…. su enfermedad. Su pesado caminar hasta el final.
El sol que ascendía hasta su cara en las mañanas se nubló con las náuseas que le producía el tratamiento, y el rayo de luna que se acostaba junto a su fatigado y frágil cuerpo se fue borrando en la mancha parduzca que producía la química que brotaba de su piel cada noche.
Empezó a ver los colores con más fuerza, los destellos le cegaban, pero no podía ni quería dejar de mirar. Volvió a sentir el sol y se quejó en voz alta, lloró al seguir el rastro de la luna llena en su cama, y con mimo lo dibujó con el dedo para no olvidarlo jamás.
De repente, acuden a ella recuerdos de hace muchos años. Ahora empieza a entender algunas cosas y a sentir nostalgia por otras. Intenta poner paz entre todas, perdonarse y acogerse, valorar lo que brilla y aceptar lo mate, intentando crear un puzle lleno de matices y agradable a la vista… al que, desgraciadamente, ya le faltan pocas piezas.
Demasiado joven, Elsa nos lo cuenta desde el otro lado. El lado feo.
Yo también siento el sol en mi cama cuando amanece, y trazo un surco con la mano en la almohada, sobre la huella de la luz de la luna, al acostarme. Y procuro sonreír, sonrío aunque a veces duela.
Cuántas pequeñas cosas forman una vida completa, como si al de arriba se le hubiera ido la mano. Y qué fácil desperdiciarlas, o peor, perderlas… sin venir a cuento.