La casa de Carlos es amplia, fría, con paredes desnudas y
ventanas pequeñas. El viento se oye afuera enredado en el silencio de las angostas
calles vacías.
Su hija, envuelta en una bata acolchada de las de antes, nos
abre la puerta, como siempre. Él nos espera sentado en el sillón, al lado de un
radiador eléctrico y cubierto con una manta.
Desde que vamos a verlo ya no tiene que ir al
hospital cada semana, dos horas de ida y dos de vuelta, curvas de mareo y el
tiempo que transcurre allí, lento y diferente. Padece un cáncer de estómago, con
implantes hepáticos y peritoneales, y precisa extraerle líquido ascítico del
abdomen a menudo. Es una práctica que se puede hacer en su casa, más dado lo
avanzado de su enfermedad.
No tengo miedo a la
muerte, cuanto antes venga mejor, esto no es vida, todo el día en casa. No quiero
que vengan a verme…, con lo que yo he sido! Que qué hay después? Pues qué va a
haber…. Nada! No soy creyente, después de esto no hay nada. Nada. Y ya está cerca, lo
intuyo.
Iniciamos la paracentesis, lenta e indolora. No deja de hablar y contarnos cosas, mientras va saliendo un líquido
hemático, como siempre. A primeros de diciembre hay un mercadillo en
el pueblo, tenéis que venir, os regalaré embutidos y butifarra que es muy
buena. Ya iremos a verlo.
Uno no puede enfrentarse a la muerte cada minuto de su vida. La
idea viene y va, dejando un rastro de esperanza que no consigue borrar todos
los planes y proyectos. No se puede mirar al sol todo el tiempo, hay que desviar
la mirada de vez en cuando para sobrevivir, salir a jugar al patio y, al rato, volver
a casa.
Sí, Carlos, comeremos butifarra en diciembre, pero tú no creo. Y lo
sabes.