Este es el blog de un equipo de Cuidados Paliativos... trabajamos "a pie de cama", en el domicilio del paciente, en su espacio más íntimo y personal.

Todos los días hay un viaje distinto, duro, sorprendente, triste, emocionante... y con un final.

¿Nos acompañas?.



miércoles, 25 de junio de 2014

De puertas y otras historias...


The Door por iciatko
Hoy he conocido a Antonia. Es una mujer de 72 años, venía en su silla de ruedas puesto que desde hace unas semanas se cansa muchísimo, necesita transfusiones con cierta frecuencia y hace una semana estuvo ingresada porque "se le subió el calcio a la cabeza y se volvió tonta".
Venía muy seria, casi enfadada... les ha dicho a sus hijas: "dejadme sola y esperar fuera". Sus hijas a su vez se han apresurado a decirme: "mi madre no sabe nada".
He leído su historia: operada 3 veces, con visitas casi mensuales con el oncólogo desde hace un año, desde hace dos meses con complicaciones, transfusiones... curioso pensar que "no sabe nada". Lo que era seguro es que se hacía muchas preguntas, muchísimas... y nadie le daba respuesta. Bueno... nadie no, durante la conversación que hemos tenido, puedo decir que ella tenía muchas respuestas a sus preguntas.

Mentir a una persona enferma no es ético, pero además tampoco es práctico. Una primera explicación falsa, “Mamá... te han quitado unos pólipos pero te recuperarás”, permite salir inicialmente del "problema". Sin embargo, esto crea un problema mucho mayor: se cierra una puerta hacia la verdad, hacia las preguntas, hacia las preocupaciones...
Porque….y cuando el paciente empeore, ¿Qué decirle? No habrá más remedio que seguir mintiendo. Cada vez habrá que inventar una nueva historia para tapar la anterior.
El enfermo empezará a darse cuenta de que le engañan y a desconfiar de todos. Ser mayor y estar enfermo no significa ser tonto, todos sabemos cuando anda algo mal en nuestro cuerpo, por más que nos quieran convencer de lo contrario.
Desconfiará de todos y empezará a temer la verdad…..más cuanto mas misterio vea alrededor de su salud. Lo más trágico es que no podrá compartir sus miedos con nadie en absoluto, porque todo el mundo actúa como si no pasara nada, incluido el propio enfermo.
Esa puerta que se cerró ha dejado al paciente a un lado y a todos los demás al otro; la familia del lado de la verdad y el enfermo del de la mentira, él lejos de todos, inalcanzable, en una soledad espantosa.


No puede confiar en nadie ni apoyarse en los que le quieren para desahogar sus temores. Se ha creado una situación horrible en la que el enfermo lo sabe, la familia sabe que lo sabe y el enfermo sabe que saben que lo sabe…¡pero todos actúan como si nadie supiera nada!....UNA ENORME PARED SEPARA AL PACIENTE DE LAS PERSONAS QUE MAS LOS QUIEREN. El está solo aunque lo estén tocando y cuidando.


sábado, 21 de junio de 2014

eL Día De La ELA...

No es necesario que haya un día mundial para recordar lo que ocurre todos los días...


Alejandro Galán, Jano para los amigos, tuvo una vida plácida hasta que en febrero del 2012, unas molestias en el brazo izquierdo le llevaron a urgencias del Institut Universitari Dexeus. Gran jugador de pádel, debió pensar que lo mejor era echar un vistazo a ese dolor y pasar página cuanto antes para volver a la pista. Tres meses después, tras infinidad de pruebas y mucha incertidumbre, este hombre corriente que había sido todo un pieza en los jesuitas de Sarrià, con un buen trabajo, casado con Natalia y padre de tres hijos pequeños, dos de ellos, gemelos, descubrió que padecía ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), una cruel enfermedad degenarativa sin remedio conocido hasta ahora y con una esperanza de vida de entre dos y cinco años.

Se vino abajo, pero pasado ese luto de oscuridad, empezó a darse cuenta de la suerte que había tenido hasta ahora, de la necesidad de disfrutar de cada uno de los minutos que le quedaban. "Todos nos vamos a morir algún día. La diferencia es que yo sé más o menos cuándo", suele repetir, cuando alguien saca el tema sin que él se moleste en absoluto. En julio del 2013 creó el Proyecto DGeneración, una ventana al mundo desde la que contar su enfermedad de un modo que un médico nunca podrá hacer: sin tecnicismos, con una frialdad y una sinceridad escalofriantes, pero también con sentido del humor, poniendo nombre a las etapas que iba viviendo, como "la del borracho", "el abuelito" o "el canguro mareado perdido en la ciudad".

El periodista Jordi Basté se ha hecho eco en su programa 'El món a RAC 1' del vídeo de Jano, que ya estuvo en este mismo espacio el pasado octubre, cuando aún podía hablar. Ese día dejó buena muestra de su nueva personalidad. "Hoy ya he celebrado la vida varias veces: cuando he abierto los ojos, cuando he sido capaz de ir solo al baño, cuando he escuchado a los niños en su habitación, cuando he visto a Natalia...".

El vídeo muestra a un Jano con sus capacidades físicas reducidas. Pero con la cabeza mucho más amueblada que nunca. Basta con darse una vuelta por su web para comprobar que, como dice él, "la vida es un regalo que debemos agradecer y sentir plenamente".



 
 
 
 

domingo, 15 de junio de 2014

CiNCo CoSaS...

Cinco cosas que aprendí al ayudar a morir a mi padre
 
 
 
En el verano de 2006, mi padre empezó a toser de una forma aguda y preocupante, una mezcla entre película de miedo y de ciencia ficción. Nadie en la familia había oído algo así. No era el tipo de tos que tienes por un resfriado normal; era de la que te pone nervioso si la escuchas, aunque seas un desconocido y la oigas desde el otro pasillo del supermercado. Se trataba de un aviso, de un presagio. Pero nosotros no lo sabíamos.

La tos persistió durante unos meses, y tras un diagnóstico de neumonía erróneo, en septiembre nos comunicaron que se trataba de un cáncer de pulmón. Todavía me cuesta asimilar el significado de las palabras "cáncer de pulmón", todo lo que ello conlleva y el cambio que ha supuesto en mi vida.

Hace exactamente siete años, seis meses después de enterarnos de su enfermedad, mi padre murió. Esos seis meses fueron los más tristes y raros de mi vida. Los vi pasar a cámara lenta, desde Nueva York, a más de 1.000 kilómetros de distancia de Wisconsin, donde estaban mi madre y él, donde estuvo luchando contra la enfermedad que fue deteriorando sus pulmones, siempre hambrienta de más, destrozando poco a poco el resto de su cuerpo. A mediados de febrero, decidió dejar de luchar contra la enfermedad -decidió morir- y volví a casa para pasar sus últimos días con él, con mi madre y mis hermanos.

Desde entonces, cada mes de febrero, me invaden recuerdos terribles que se acumulan en mi cabeza y en mi pecho, y entonces me paso cuatro semanas sin saber si es mejor alejarme del horror de lo que ocurrió en su último mes de vida o acunar esos pensamientos en mi cabeza, de modo que no caiga en el olvido el lado más amargo de su enfermedad y de su lucha.

En honor a mi padre, Robert Michelson, uno de los hombres más increíbles que pasó por este planeta, y en honor al dolor, a la pena y a la incomprensión de la muerte, quiero expresar cinco cosas que aprendí al ayudarle a morir.


1. No esperes a hacer lo que importa, porque nunca sabes lo que te puede deparar el futuro

Mi padre fue un abogado de éxito; fue brillante en su trabajo. Su idea era trabajar, al menos, hasta los 85 (la jubilación no entraba en sus planes), y se preocupó de mantenerse en forma, tanto física como mentalmente. Nunca fumó, apenas bebía, no había día que no saliera a caminar varios kilómetros con nuestro perro Harry, y se tomaba un puñado de vitaminas y suplementos cada mañana en el desayuno. Leía vorazmente, escribía artículos de opinión para nuestro periódico local y viajaba todo lo que podía. Pero, ante todo, era curioso por naturaleza, se interesaba por el mundo y por la gente de su alrededor y, además, su curiosidad era contagiosa.

La llama del amor que sentía por mi madre nunca se apagó. La quería de una manera admirable; no he vuelto a ver un amor así desde que nos dejó. A mis hermanos y a mí nos quería de forma incondicional, y así nos hacía saberlo. Hacía preguntas y daba respuestas. Cuando quería provocarnos, lo que ocurría con frecuencia, su mirada adoptaba un brillo peculiar. Odiaba la injusticia. Cuando viajaba a grandes ciudades, solía llevar unos billetes en su bolsillo para poder dárselos a la gente que vivía en las calles y pedía algo de ayuda. Lloraba cuando veía películas antiguas. Era muy bobo.

El mayor miedo de mi padre era que le ocurriera algo que le obligase a pasar sus últimos días sufriendo. Solía decir bromeando (antes del cáncer, cuando todavía hacía bromas) que cuando fuera viejo, antes de perder la lucidez, iba a alquilar un descapotable rojo en buen estado para tirarse desde un acantilado en Italia. Así quería que fuese el final de su vida: instantáneo, como un destello cromado y una nube de polvo caro, como una bola de fuego; cualquier cosa con tal de no pasar por un proceso de marchitación, con tal de no tener que enfrentarse a un final indigno.

Sin embargo, al cáncer de pulmón no le preocupó ninguna de estas cosas. Ni lo que le debía el karma, ni los planes que había hecho, ni todo su amor... Nada de esto importó. Aprendí que las únicas cosas que cuentan son las que hacemos ahora, hoy. Nunca se sabe si hay una pequeña chispa tóxica que se está abriendo paso en nuestro interior, o en alguien a quien amamos. Nunca podremos saber el tiempo que nos queda en la Tierra.


2. Hay una paz que nos invade cuando se acerca el final

Cuando mi padre descubrió que tenía cáncer de pulmón, se quedó hecho polvo. Era demasiado joven, estaba demasiado sano; no se merecía esto. Era el tipo de cosas que le suceden a otras personas, no a él. Al principio, intentó resistirse. Fue a ver a otros especialistas. Empezó la quimioterapia y la radioterapia. Incluso lo intentó con la acupuntura, hasta que el experto, un hombre sin escrúpulos que quizás pensó que estaba siendo amable, o útil, o profesional, le dijo: "Pero, ¿qué esperas? Dentro de seis meses estarás muerto".

Ese fue nuestro primer choque con la realidad. El segundo tuvo lugar después de Acción de Gracias, cuando recibió una llamada en la que le comunicaron que el cáncer se había extendido por el cerebro. Me enteré de la noticia cuando mi madre estalló en mitad del aparcamiento del cine local y me preguntó, entre sollozos implacables "¿Cómo voy a soportar esto?" Con "esto" se refería a "perderle", "vivir sin él". No fue la última vez que tuve que abrazarla en silencio, pues en ese caso no había nada que decir.

En febrero, mi madre me llamó para decirme que mi padre iba a dejar de luchar. No sabía lo que podía encontrarme de vuelta a Wisconsin, pero, cuando llegué a casa, la decisión tomada ya había transformado a mi padre. El odio había desaparecido, y lo había reemplazado una calma que no pensé que podría existir. Apenas podía hablar, pero mis hermanos y yo nos amontonamos en su cama nada más entrar en la casa. Le dijo a mi madre que trajera la bonita caja de madera con su preciada colección de relojes para que cogiéramos los que más nos gustasen. Se le dibujó una sonrisa en la cara. Se puso a reír, y luego a toser.

Fue la última vez que vi realmente a mi padre, al hombre que me crió para ser el hombre que soy hoy en día. Fue como si hubiera estado ahorrando toda su energía para poder gastarla su última noche en familia, sin mostrar un ápice del enfado ni de la autocompasión que le habían consumido durante los últimos seis meses. En su lugar, estaba pleno de paz y de alegría, unas palabras que, hasta entonces, solo había comprendido de forma abstracta, en la fantasía de los villancicos de Navidad y de las tarjetas de felicitación.


3. No subestimes nunca el poder del arte

Ayudar a mi padre a morir supuso pasar horas y horas sin hacer nada. Mi madre, mis hermanos y yo hicimos turnos en su cama, acompañándole mientras dormía, o cuando se despertaba, para que siempre tuviera a su lado un cuerpo que le diera calor, para que supiera que nunca estaba solo.

Para pasar el tiempo, me puse a leer la serie Historias de San Francisco, de Armistead Maupin. Había oído buenas críticas sobre el libro, pero no tenía ni idea de que me iba a meter tanto en el universo fascinante de Maupin, ambientado en la ciudad de San Francisco a principios de los 70. Me paseé por esas historias, me sumergí en la vida, los problemas y los amores de personas que nunca habían existido, y comprendí exactamente lo que significa vivir, amar y tener problemas. Era un alivio poder dar otro enfoque y reflexionar sobre esas cuestiones y preocupaciones con la ayuda de los personajes, y poder evadirme durante unos minutos. Estoy agradecido a Maupin por haberme ayudado a estructurar esas horas sin fin, por ofrecerme un objetivo al que aferrarme mientras el resto de mi vida se desmoronaba, y por la tranquilidad que su obra me proporcionó.


4. Todos nos merecemos el derecho a morir

Cuando mi padre decidió morir, comenzó una huelga de hambre (por si el cáncer no fuera ya lo suficientemente rápido por su cuenta), con la esperanza de que le llegara su fin lo antes posible. Bebía un poco de zumo de melocotón unas cuantas veces al día (desde entonces, me da asco el simple pensamiento del zumo y de las botellas con forma extraña en las que se comercializa).

Por lo demás, el resto de su actividad se limitaba a permanecer en la cama y esperar a que la muerte llegara y se lo llevara. No ocurrió tan rápido como él hubiera querido. Lo que sucedió es que, poco a poco, fue convirtiéndose en un zombi. Cuando se iba acercando el final, se quejaba como un animal herido de muerte. Todavía puedo oír esos sonidos en mi cabeza. Ya he conseguido hacerme a la idea de que nunca podré dejar de oírlos.

Envejeció varias décadas en unos pocos días; aparentaba 20 o 30 años más de los que tenía. Era lo más parecido a estar en una película de terror; nunca había experimentado algo así, y lo peor es que no había manera de rescatarle, ni de salir de ahí.

Lo que más quería era morir. Un día, sonó el timbre. Nuestro timbre nunca sonaba. Nada más oírlo, mi padre se despertó de su duermevela y me preguntó: "¿Son ellos?". Yo no sabía a quién se refería, así que le pregunté: "¿Quién, papá?". Me contestó: "Los que van a matarme". Fue desgarrador. Él creía que un grupo de médicos felices había venido a practicarle la eutanasia. Para mí, fue terriblemente triste darme cuenta de que lo que él pensaba, y esperaba, iba a ocurrir en cualquier momento. Pero todavía fue más triste y más terrible lo que estaba por venir, cuando me pidieron (él y mi madre por separado) que le matara. No creo que pueda explicar lo que se siente cuando tu padre, o lo que queda de él, te mira y te pide que le mates, siendo completamente consciente de lo que dice, y sabiendo perfectamente lo que quiere.

Me lo pensé, y sé que mi madre también. Habría sido bastante fácil, pues disponíamos de una reserva de parches de morfina con la que se podría haber matado a una ballena; si no, nos habría bastado con taparle la cara con una almohada. Sin embargo, teníamos miedo de ir a la cárcel si alguien lo descubría. Entonces, me limité a frotarle la espalda y a susurrarle mis historias favoritas sobre los viajes que habíamos hecho cuando yo era pequeño: las aventuras en castillos, en globos aerostáticos y en cascadas, cuando todos estábamos juntos, sanos y felices. Seguí con las historias hasta que cerró los ojos.

Una de las cosas que más lamento, y contra la que sigo luchando, es que no tuve el valor de cumplir su último deseo, que había sido matarle; no fui capaz de acabar con su miseria. Ojalá hubiera sido más fuerte. Ojalá hubiera tenido menos miedo. Quizás, menos egoísmo también. Lo que sé es que no debería haber tenido que elegir, y que no debería tener que vivir con esa culpa. El derecho a morir de forma humana no debería existir solo en nuestros sueños febriles.


5. El amor es real

Cuando tenía 5 años, yo también tuve cáncer. Era un tipo bastante extraño que se manifestó como un tumor en mi abdomen; para combatirlo, pasé por cirugía, por quimio y por radioterapia. Después de mi primera operación, los médicos me taparon el estómago con gasas y le dijeron a mi padre que me las quitara cuando volviera del hospital. Horrorizado ante la tarea que se le había encomendado, me colocó de pie en la ducha y tiró del inacabable trozo de gasa que cubría el corte como si fuera un mago de poca monta en una fiesta infantil de cumpleaños. Me acuerdo de la ternura con la que lo hizo, a pesar del miedo y de las lágrimas que nos caían por las mejillas.

Probablemente, ese sea el primer recuerdo que tengo del amor de mi padre en acción. Esa fue una de las imágenes que me vino a la cabeza uno o dos días antes de quedarse casi en estado vegetal, cuando, a pesar de que no quedaban señales del hombre que un día vivió en ese cuerpo, sacó fuerzas, tomó aire y me susurró: "Espero haber sido un buen padre para ti". En ese instante se me paró el corazón y, entonces, rápidamente, se me llenó el pecho, y el cuerpo entero, de todos los momentos que había vivido, y supe exactamente lo que estaba ocurriendo, y lo que significa amar y ser amado, algo que lo es todo y a la vez no es suficiente.

No podía parar lo que estaba sucediendo. No podía arreglarlo. Apenas podía entenderlo. Solo sabía que me quería, y le dije que me sentía afortunado por haber pasado siquiera un día, e incluso una hora, con él.

Menos de una semana después, mi padre murió.

Le echo de menos. Hay días en los que me pasa algo increíble o terrible y quiero contárselo, pero no puedo. En este tiempo, he tenido novios a los que he querido y novios que me han arruinado la vida, trabajos que me han atrapado y trabajos que he odiado, aparte de otros triunfos diversos y otras pesadillas que me hubiese gustado contarle. La realidad es que él ya no está. Se ha perdido tantas cosas... Entre ellas, el hombre en el que me he convertido, la valentía que he adquirido desde entonces, y hasta cosas tan tontas como mis bonitos tatuajes, incluido el fantasma de mi bíceps, que me hice por él.

La muerte de mi padre fue una tragedia. No le desearía a nadie las cuatro semanas que pasé ayudándole a morir, pero tampoco las olvidaría por nada del mundo, pues son mías, y aprendí mucho sobre quién soy, quién era mi padre, qué significa el amor, qué significa perder algo que nunca pensaste que perderías y, por último, qué significa tener que soportarlo, y qué significa levantarse cada día y seguir adelante.
 
Noah Michelson
 
 

miércoles, 11 de junio de 2014

PoR Si aCaSo...


Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir por la puerta,
te daría un abrazo, un beso y te llamaría de nuevo para darte más.

Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz,
grabaría cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez
indefinidamente.

Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo
diría “te quiero” y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.

Siempre hay un mañana
y la vida nos da otra oportunidad para hacer las cosas bien,
pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda,
me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.


Gabriel García Márquez

 

sábado, 7 de junio de 2014

La ética del "BASTA YA"


Queridísima Ari:

A veces uno descubre las cosas importantes al final, como yo ahora mismo al leer sobre la ética del “¡basta ya!”.
Logramos el final que querías, una muerte digna en casa y con los tuyos, pero ¡qué largo calvario desde el principio!
¿Te acuerdas? Era un dolor más constante que el tuyo típico de la vesícula, casi en el mismo sitio. No sé cuándo te empezó. Al médico le dijiste que un par de meses, pero yo creo que llevabas con ello un par de años. Fuiste siempre una mujer recia, un poco bruta contigo misma. Los dolores te parecieron siempre cosas “normales”, que no valía la pena comentar. Además, claro, la vesícula siempre la habías tenido bien por mucho que te molestara. A los médicos eso les sorprendía, que una paciente tuviera dolor de vesícula típico sugerente de piedras y que tuviera la vesícula normal. Decían exactamente “sugerente de litiasis biliar”, pero nunca tuviste piedras por mucho que te estudiaran.


Terminaste aprendiéndote aquello de “es mi punto débil, como otras tienen jaqueca o les duele la regla”. Y con eso te consolabas y te parecía normal que de vez en cuando te doliera ahí, en la parte de arriba del lado derecho de la tripa.
La verdad es que tampoco te gustaba ir al médico. Para lo de tu vesícula fuimos tres veces, que recuerde. Primero a ver al de cabecera, Dr. Hernández, luego ya con un dolor muy fuerte a urgencias y de allí te mandaron al de digestivo. Y ya. Te dijo el especialista que volvieras, pero ni atada. Hasta que tuviste que hacer de nuevo “la rueda” al cabo de los años por el dolor de siempre, con el Dr. Hernández en primer lugar, al que ya no le gustó nada tu aspecto. “¿Ha adelgazado?” preguntó. “La veo más delgada de nunca. ¿Está a régimen por algo?”. Y luego te miró los ojos y me preguntó: “¿No le ha notado este tono amarillento del blanco de los ojos?”. La verdad es que no. Lo del picor también le preocupó; escribió “prurito persistente”.
A mí me había llamado la atención aquel picor tan raro, que te rascabas a cada rato sin darte cuenta, pero no te quejabas. “Te estás rascando”. “Sí, no me daba cuenta. Me pica todo el cuerpo, pero no es molesto”.
Lo del picor no me gustó nunca nada y más después de ver “Caro diario”. El protagonista empezó con picor y terminó con un cáncer, un linfoma. Al final el que le orienta es un médico chino de terapias alternativas y eso que fue a ver a todo tipo de médicos, hasta al “príncipe de los dermatólogos”.

Todo tiene un momento y cada cosa su tiempo, pero el morir no se puede convertir en un suplicio
No es que pensara en cáncer, la verdad; pensaba en lo nerviosa que estabas. En aquella temporada estabas muy nerviosa, entre el trabajo, con el imbécil del nuevo jefe (aquel mequetrefe del PP que substituyó al tonto inútil del PSOE tras las elecciones), y las bobadas de Lara, con su pre-adolescencia.

Lara se ha portado fenomenal al final. Ya le bajó la regla y es una mujercita que está cuidando de sus hermanos y de mí, como si fuera mayor. Me enternece su fuerza de voluntad. Sigue yendo al colegio como siempre y estudia como siempre, pero se cuida de todo como si pudiera sustituirte. Intento que salga con las amigas, pero se resiste: prefiere quedarse en casa y jugar con sus hermanos. ¡Quién lo iba a decir! Ha pasado de ignorarlos a atenderlos con mimo. Me da rabia, lo suyo ahora sería hacer el tonto con sus amigas. Espero que se le vaya pasando poco a poco. No tiene sentido que pretenda tener responsabilidades que no son de su edad. Además, claro, al principio con tu brusca ausencia sus hermanos encontraron en ella un refugio, pero ahora las cosas se van normalizando y prefieren aliarse de nuevo entre ellos dos.  Son chicarrones muy brutos y a veces le hacen daño a Lara cuando se ponen a pelear y terminan a empellones. Especialmente Alex es fortísimo, del estilo de tu padre. Manu es más sensible, menos violento. Pero los dos juntos llegan a hacer daño de verdad a Lara, si no se retira a tiempo o si no intervengo. De lo demás vamos bien; los tres siguen colaborando en la organización de la casa, desde compra a limpieza; siguen aprendiendo conmigo a cocinar (me encanta enseñarles cada día platos más complicados) y ahora están con el punto, haciéndose todos un jersey con los colores de la bandera republicana.

¿Te acuerdas cómo se despidieron de ti, cuando volviste del hospital y me pediste que nunca más te llevara ni allí ni a urgencias, que no querías salir de casa mientras te quedara un “hálito de vida”? [eso dijiste, "un hálito de vida", ¡qué bonito!]
Todavía se me rompe el alma. Tú ya apenas podías hablar, sólo muy bajito. 
“Lara, hija, tú eres la mayor. ¿Me prometes que vas a cuidar a tu padre y que no te pegarás con tus hermanos? ¡Ahora ya no estaré yo para tantas cosas…!”. “Lo prometo, mamá. Seré buena como nunca. Te quiero mucho”.
“Y vosotros, Manu y Alex, todavía tenéis que aprender a ser hombres. Sed buenos y no os peguéis, y mucho menos os peguéis con Lara. Papá os necesitará a su lado, que ahora estará solo”. 
Fueron incapaces de decir nada. Uno a cada lado de la cama, llorando y dándote besos.

jueves, 5 de junio de 2014

....QuiéN eReS?


Los veo alejarse cogidos del brazo, como tantos años atrás. Juntos, siempre juntos. Él andando a trompicones con su muleta, inclinado hacia ella. Ella parloteando bajito su soliloquio particular y él intentado adivinar las palabras que su sordera le niega. Viviendo la vida tal como viene, como han hecho siempre,  apoyándose el uno en el otro para no caer.

Él, a menudo, pierde sus azules ojos acuosos en la nada, recuerda, añora. Cuando vuelve, la tristeza es como un halo que lo envuelve todo. Otras veces se enfada con el mundo,… se hace mayor a su pesar y no deja de perder cosas por el camino.

En la peluquería, con los rulos puestos, María le habla al espejo, y sin reconocerse, se enfada y hace muecas mirándose fijamente, a veces de soslayo, o haciéndose la burla mientras saca la lengua y gesticula con las manos. Le pido a la peluquera una silla y me siento a su lado. Le acaricio suavemente la mano y me reconoce como alguien cercano, imagino que querido. Se tranquiliza apenas un momento. La miro,… quién eres? Quizás siento lo mismo que ella cuando me mira (y supongo piensa)… quién eres?

Sin embargo es hermoso saber que uno, tras dejar a un lado retazos de su vida, está aquí cerca, sintiendo que hace algo grande. Viviendo la vida de otra forma a como estaba planeada, te das cuenta de que los planes no sirven porque no se cumplen casi nunca.

Pero los sueños si se cumplen porque no tienen forma definida y están hechos de sentimientos y emociones, de colores que forman paisajes siempre diferentes. Se puede ser feliz aquí o allá, así o asá, mientras los hechos y el corazón caminen cogidos de la mano. Improvisando casi continuamente, porque la vida sale a escena sin ensayo previo,… como una sesión de jazz.

 Alma

 

lunes, 2 de junio de 2014

¿Cómo le voy a hacer eso a mi madre?



Pese a que en la última década las demandas de incapacitación se han triplicado, todavía hay muchos familiares que cuando les planteas esa posibilidad te responden: ¿cómo le voy hacer eso a mi madre?.

El enfermo de Alzheimer a medida que la enfermedad evoluciona, va perdiendo la capacidad para realizar determinadas actividades, así como la comprensión y alcance de los actos que realiza, no obstante desde el punto de vista legal tiene capacidad plena.

La pérdida progresiva de esas capacidades puede llegar a plantear problemas de tipo legal, para sí mismo y para los familiares, que es importante prever para poder protegerle adecuadamente cuando ya no pueda seguir ocupándose personalmente de sus asuntos.  Esto se consigue mediante el nombramiento de un tutor, pero previamente es preciso que un juez reconozca que el enfermo ha perdido su capacidad. Es lo que jurídicamente se denomina como declaración de incapacitación.

Como hemos dicho la declaración de incapacitación tiene como fin proteger a las personas y a su patrimonio, sin embargo,  a los familiares les sigue costando demandarla.