En general, las despedidas duelen. Unas menos, otras más y algunas,
incluso, son un alivio.
Esta mañana nos hemos despedido de Pepe, de su perro, de su
hija y de sus nietas. Y ha sido doloroso. Su dulzura, su querer hacerse el
fuerte, su respeto, su sonrisa, su dignidad,… nos han dicho “adiós, hasta mañana”, mientras nos
guiñaba un ojo.
Pepe nació en el sur, al final de la guerra civil. Vivió la
posguerra, sufrió el hambre y el olvido de los vencidos. Sacó adelante una
familia y por el camino perdió a su mujer y a un hijo. Cuando se jubiló siguió viviendo
solo en su tierra, mecido por la ausencia y el mar.
Cuando cayó enfermo, su hija lo rescató del infierno de los
recuerdos y se lo llevó, a regañadientes, a vivir con ella al pueblo. Allí ha
encontrado una familia que le ha hecho sentirse mejor que nunca, a pesar de
todo, durante los dos últimos años.
Pepe ha hecho amigos en el pueblo. Casi todas las tardes
salía a tomar un café al bar y, como le gusta hablar, liaba la hebra con
cualquier vecino. Poco a poco el progreso de la enfermedad y la debilidad unida
a ello, le han hecho pasar más ratos en casa. Mira los telediarios y está al
día de lo que ocurre en el mundo. Señala nuestras mascarillas y nos dice: “cómo os las han robado, eh?. Y las pruebas…
a que no os han hecho las pruebas?”. Tiene una sonrisa que enamora y unos
ojos que hablan, y que hoy nos decían a gritos lo que la boca callaba… hasta
ahora, hasta esta noche: “Nena, me ahogo”.
Y a nosotras, con la voz
entrecortada por la fatiga, luchando por no ahogarse: “No puedo más, mis pulmones han llegado ya al límite”.
En la primera visita, y mientras el perro dormía confiado en
su regazo, nos dijo “cuando me mira fijo
y no aparta la vista, significa que al día siguiente, o como mucho a los dos
días, se me llevan al hospital. No sé cómo lo sabe!”. Siempre que podía nos
esperaba asomado al balcón, y desde allí nos decía adiós con la mano al irnos.
“Desde ayer el perro no
deja de mirarme, nos
ha dicho esta mañana, y esta vez no
quiero ir al hospital”.
En las paredes de su habitación hay dibujos de sus nietas clavados
con chinchetas. Desde el salón, lleno de juguetes, y mientras preparamos el
infusor, escuchamos a la niña de cuatro años: “Mamá, por qué el abuelito no quiere hablarme?