Aquello de la tercera edad siempre me pareció un término chocante quizás
por que nunca nadie habla de la primera o la segunda. Sin embargo,
cuantos más años trabajo en urgencias más me parece que deberíamos
empezar a hablar de la Cuarta Edad.
Los miembros de la Cuarta Edad son las víctimas de la medicina moderna y de la sociedad de bienestar. Ancianos que hace ya años perdieron su identidad, su dignidad, lo que les hacía ser ellos. Ancianos que han perdido la capacidad de pensar, de comunicarse, de moverse, de sentir. Ancianos que necesitan ayuda para absolutamente todo, encamados, llenos de úlceras, que se hacen todo encima, que no conocen ni a los hijos que tanto adoraron. Ancianos que no saben ni su nombre, que están muertos en vida. Personas que fueron hijos, esposos, padres, abuelos y que ahora solo lo son en el recuerdo de los demás y en la carcasa.
Pues bien, los desafortunados miembros de la Cuarta Edad son pacientes habituales en los departamentos de urgencias. Cualquier urgenciólogo reconocería un caso como el siguiente: anciana de mas de 90 años, con demencia severa, encamada, ulcerada, incontinente doble, varios ictus cerebrales en la última década, afásica, rígida, casi ciega, sorda, vive en una residencia de ancianos dependientes hace una década; enviada en ambulancia a urgencias a las 2 de la mañana por que las cuidadoras creen que se ha deteriorado en las últimas horas o por que hasta ayer movía el dedo meñique de la mano no paralizada y hoy no lo mueve o por que respira con dificultad.
Enviar a urgencias a una persona que lleva años muriéndose es una locura, con toque de barbarie y pellizco de indignidad pero recibirla en urgencias y someterla a pruebas que duelen o son incómodas es haber perdido el norte. No estamos hablando de eutanasia ni activa ni pasiva sino de recordar y ser conscientes de que la medicina tiene un límite, que no somos Dios y que la vida llega al final por un proceso natural de deterioro y envejecimiento. Tenemos que empezar a levantarnos contra esta situación y dejar de retroalimentar la idea de que morirse es el fracaso de la medicina.
Estamos en un círculo cerrado de absurdez del que todos somos cómplices. Un ejemplo claro es la cantidad de medicación que toma cualquiera de estos ancianos de la Cuarta Edad, la mayoría de los cuales se beneficiarían solamente de analgésicos y algo para dormir y sin embargo engullen pastillas para la osteoporosis, el colesterol, la hipertensión, la depresión, la circulación,…etc, etc. Si no fuera para llorar, daría la risa.
Pero claro, a ver quien es el listo que retira la medicación o a ver quién es el listo que decide no hacer pruebas diagnósticas o a ver quien es el listo que le dice a una familia que el bisabuelo ha muerto pero no se le hizo un TAC o una endoscopia previa para diagnosticar la causa final. Morirse de viejo ya no es aceptable. “A ver quien se atreve”, esa es la pregunta que oímos unos de otros.
Alcémonos contra esto de una vez, dejar que los ancianos muy deteriorados se mueran en paz, sin ensañamientos diagnósticos ni terapéuticos y en su domicilio habitual no es discriminación por motivo de edad sino puro sentido común, simple caridad humana, defensa acérrima de la dignidad del paciente y el reconocimiento de lo que hacemos es medicina, no milagros.
Como sigan así las cosas cuando yo sea anciana, tengo planeado tatuarme en el pecho: ¡Médicos, dejadme en paz! Voluntades anticipadas, ya saben.
Los miembros de la Cuarta Edad son las víctimas de la medicina moderna y de la sociedad de bienestar. Ancianos que hace ya años perdieron su identidad, su dignidad, lo que les hacía ser ellos. Ancianos que han perdido la capacidad de pensar, de comunicarse, de moverse, de sentir. Ancianos que necesitan ayuda para absolutamente todo, encamados, llenos de úlceras, que se hacen todo encima, que no conocen ni a los hijos que tanto adoraron. Ancianos que no saben ni su nombre, que están muertos en vida. Personas que fueron hijos, esposos, padres, abuelos y que ahora solo lo son en el recuerdo de los demás y en la carcasa.
Pues bien, los desafortunados miembros de la Cuarta Edad son pacientes habituales en los departamentos de urgencias. Cualquier urgenciólogo reconocería un caso como el siguiente: anciana de mas de 90 años, con demencia severa, encamada, ulcerada, incontinente doble, varios ictus cerebrales en la última década, afásica, rígida, casi ciega, sorda, vive en una residencia de ancianos dependientes hace una década; enviada en ambulancia a urgencias a las 2 de la mañana por que las cuidadoras creen que se ha deteriorado en las últimas horas o por que hasta ayer movía el dedo meñique de la mano no paralizada y hoy no lo mueve o por que respira con dificultad.
Enviar a urgencias a una persona que lleva años muriéndose es una locura, con toque de barbarie y pellizco de indignidad pero recibirla en urgencias y someterla a pruebas que duelen o son incómodas es haber perdido el norte. No estamos hablando de eutanasia ni activa ni pasiva sino de recordar y ser conscientes de que la medicina tiene un límite, que no somos Dios y que la vida llega al final por un proceso natural de deterioro y envejecimiento. Tenemos que empezar a levantarnos contra esta situación y dejar de retroalimentar la idea de que morirse es el fracaso de la medicina.
Estamos en un círculo cerrado de absurdez del que todos somos cómplices. Un ejemplo claro es la cantidad de medicación que toma cualquiera de estos ancianos de la Cuarta Edad, la mayoría de los cuales se beneficiarían solamente de analgésicos y algo para dormir y sin embargo engullen pastillas para la osteoporosis, el colesterol, la hipertensión, la depresión, la circulación,…etc, etc. Si no fuera para llorar, daría la risa.
Pero claro, a ver quien es el listo que retira la medicación o a ver quién es el listo que decide no hacer pruebas diagnósticas o a ver quien es el listo que le dice a una familia que el bisabuelo ha muerto pero no se le hizo un TAC o una endoscopia previa para diagnosticar la causa final. Morirse de viejo ya no es aceptable. “A ver quien se atreve”, esa es la pregunta que oímos unos de otros.
Alcémonos contra esto de una vez, dejar que los ancianos muy deteriorados se mueran en paz, sin ensañamientos diagnósticos ni terapéuticos y en su domicilio habitual no es discriminación por motivo de edad sino puro sentido común, simple caridad humana, defensa acérrima de la dignidad del paciente y el reconocimiento de lo que hacemos es medicina, no milagros.
Como sigan así las cosas cuando yo sea anciana, tengo planeado tatuarme en el pecho: ¡Médicos, dejadme en paz! Voluntades anticipadas, ya saben.
Fuente: elmundo.es
De la columna de MONICA LALANDA