La vida en tiempos de
pandemia: Los pilares de la muerte digna
HERALDO acompaña a los Equipos de Soporte de Atención
Domiciliaria (ESAD), del Hospital San Juan de Dios de Zaragoza, especializados
en atención paliativa.
ACTUALIZADA 10/4/2020 A LAS 09:48. GERVASIO SÁNCHEZ
Pilar Lázaro a la derecha y Pilar
Mora izquierda asisten a “Filo” ante la presencia de su hijo Javier y su nieta
Yessica reflejada en el espejo del armario Gervasio Sánchez
Vivimos tiempos de muerte. Cada día se incrementa la larga
lista con centenares de nuevas víctimas en un baile de cifras estremecedor.
Nada parece poner freno a la violencia de una pandemia que carece de
sentimientos. En apenas cuarenta días de efectividad letal hemos soportado
miles de historias de sufrimiento y muerte en soledad.
Siento una sensación extraña cuando acompaño a uno de los
cinco Equipos de Soporte de Atención Domiciliaria (ESAD), del Hospital San Juan
de Dios de Zaragoza, especializados en atención paliativa. Voy a entrar como un
intruso, en espacios íntimos, vetados a los extraños, gracias a la generosidad
de familias dolientes, donde se sufre a flor de piel el tránsito entre la vida
y la muerte.
Son la médico Pilar Lázaro, con 14 años de
experiencia en cuidados paliativos, y la enfermera Pilar Mora, con
más de diez años (“menos las bajas maternales por mis cuatro hijos entre siete
años y 10 meses”, dice) en el equipo. Pilar y Pilar. Podrían ser madre e hija.
Más en Aragón que Pilar funciona como nombre generacional. Yo las veo como los
pilares de la muerte digna.
Llegamos a Calatayud y visitamos a la cordobesa Filomena que,
poco después de conocerla, me riñe por no llamarla “Filo”. “Lo mal que lo pasé
cuando era niña por culpa de mi nombre. Peor lo pasó mi padre al que pusieron
Pilar”, explica y sonríe con esfuerzo.
Se sientan a su lado con una vestimenta artificial. Llevan
bata verde, mascarilla y guantes. Ellas siempre hacen las visitas vestidas de
calle como si formaran parte de la familia. Pero la pandemia les ha hecho
utilizar un vestuario que les dificulta el contacto físico con la paciente.
“Filo” tiene cáncer de estómago avanzado estadio 4 con
metástasis. “Me mareo mucho y tengo temblores”, le dice a la doctora mientras
la enfermera le toma la tensión. “Es como una niña pequeña. Ayer se vino a la
cocina para ver como hacíamos la maicena y casi se nos cae”, cuenta su hijo
Javi que vive con ella.
“Filo” es un caso excepcional y una verdadera caja de
sorpresas. El 27 de noviembre de 2013 le dijeron a la familia que “sería un
milagro si llegaba a Navidad”. El día que le diagnosticaron el cáncer terminal
se levantó de la consulta y se fue tan campante para casa mientras sus hijos
temblaban. Como si le cantara a la muerte con años de adelanto: “Resistiré”.
Y ha resistido y sigue en la brecha. “Por la tarde está más
flamenca”, explica su hija Montse que viene todos los días con Yessica, una de
las nietas de “Filo”, para “asearla y darle el desayuno por las mañanas y
acompañarla por las tardes”.
Pilar Lázaro acaricia a José Luis de Gervasio
Sánchez
La doctora Pilar cuenta que “es una paciente que quiso
saberlo todo desde el principio y no le gusta tomar morfina porque, como le
ocurre a muchas personas, cree que acelera la muerte, lo que no es cierto”. A
la pregunta de si quiere algo para dormir responde pizpireta, ella que se ha
pintado los ojos hasta hace cuatro días: “Ya dormiré cuando esté muerta”.
El trabajo del equipo de paliativos es acompañar al enfermo y
ayudar a la familia a vivir el duelo. “Por eso desde el inicio del
confinamiento está siendo tan difícil porque las personas no se pueden abrazar
y muchos hijos y todos los nietos solo se relacionan con videoconferencias y el
wasap”, explica la doctora Lázaro. “Es importante ayudar a despedirse, a cerrar
las cuentas pendientes”, comenta.
El silencio de un paciente no es sinónimo de no saber lo que
está ocurriendo. Al contrario, el 99% siente que la enfermedad va a peor.
“Sufren menos de lo que nos imaginamos. Nosotras nunca nos imponemos ni
siquiera con las palabras. Preferimos que las personas nos cuenten sus
sensaciones y así sabemos si prefieren hablar de ello”, cuenta la enfermera.
En un hospital tocas el timbre y acude alguien del personal a
solucionar la incidencia. En casa las decisiones las toma la familia. Menguar
el dolor para evitar el sufrimiento puede crear un sentimiento de culpa que
aflora cuando el paciente ya ha fallecido. Por eso es muy importante para el
equipo ayudar a superar cualquier duda para que no se enquiste en la
conciencia.
Entramos en casa de José Luis Pérez Hernández, natural de
Olvés, un pequeño municipio zaragozano de 120 habitantes, con cáncer de laringe
con metástasis en los pulmones. El comedor está iluminado con las caritas de
los ocho nietos en sus primeros años de vida. Los estantes también están
repletos de fotografías de esos mismos chiquillos, algunos ya adultos, en otras
fases de sus vidas.
El cansancio acumulado en el rostro de Montse, esposa de José
Luis, sobrepasa el cariñoso recibimiento. “Ayer no hubo manera de calmarlo. Por
la mañana se quería tirar de la cama. Y por la noche le costó mucho dormirse”,
explica la mujer sin mascarilla “porque me ahoga”.
“¿Por qué creéis que estaba nervioso? ¿Ha pasado algo que le
haya podido alterar? ¿Puede ser esa inquietud reflejo del dolor?”, pregunta la
doctora. “Quizá porque no puede ver a sus nietos”, responde Maria Jesús, una de
las cuatro hijas. Sus nietos le prepararon un video con sus felicitaciones para
su reciente 77 cumpleaños. “Los vi por el móvil, pero no es lo mismo”,
confesará después José Luis.
“Ni para adelante ni para atrás. Siento dolores a punta y
pala que me aprisionan. Cuando respiro hondo o toso son mayores”, contesta José
Luis con dificultades para hablar tras hacérsele una traqueotomía. La doctora
le acaricia el rostro con una sobrecogedora ternura.
En las primeras cuatro horas de la mañana José Luis se ha
bebido tres litros de agua porque se le seca mucho la garganta. “En los últimos
días dice que ve a personas que vienen a visitarlo”, cuenta Rosa, otra de las
hijas. “Veo a mis hermanos y amigos de la infancia ya fallecidos”, señala con
la mano la entrada de la habitación, y “les llamo para hablar con ellos porque
me siento muy tranquilo con su presencia”. También sueña con sus años de
agricultor cuando “me gustaba coger los melones cabezones”.
“Mejor hablamos en el comedor porque tiene el oído muy fino y
está tan pendiente que es capaz de ver una lágrima furtiva deslizándose sin
querer”, dice la doctora. En mayo del año pasado se cayó varias veces y en
octubre se le detectó el cáncer. Desde diciembre está confinado en casa y desde
febrero no se levanta de la cama ni siquiera para bañarse.
La doctora les explica que la medicación reseca mucho. Montse
le dice que está teniendo mucho cuidado con las dosis porque “no quiero que le
pase nada por mi culpa”. “No te tiene que quedar ninguna duda sobre lo que
haces, Montse. Son dosis muy pequeñas. Cada vez que tenga dolor ponle medio
mililitro de morfina”, le indica la doctora.
Mientras nos quitamos las batas verdes en el portal les
pregunto a las dos de qué les sirve acompañar a personas en la fase terminal.
Pilar Mora reflexiona: “Los pacientes son maestros de la vida. A mí me ayudan a
valorar las pequeñas cosas, a saborear una mandarina, a disfrutar aún más de un
baile con mis hijos”. Pilar Lázaro apuntilla con dulzura: “Ayudando a morir, he
aprendido a vivir”.