La casa es sencilla, acogedora. Acuarelas en rojo y azul nos
abren paso al dormitorio que, como suele ser habitual, está al fondo a la izquierda o a
la derecha. Huele a pan con tomate y a fruta, el marido de Lola se disponía a
desayunar cuando hemos llamado a la puerta. Tras unas breves frases susurradas
sobre el mantel de la mesa de la cocina, nos adentramos pasillo adelante.
Entramos
despacio, tranquilas - la cama ubicada fuera de su lugar para hacerla más práctica-,
y tras el primer paso nos invade un dolor espeso y una profunda pena. Lola abre
los ojos y apenas nos mira, su vista recorre la habitación, a su marido, a su
hija y al pequeño perro que se adapta a la forma de su cuerpo, sobre la colcha.
Nos cuentan que él se jubiló en febrero y su hija se casó en
abril y está embarazada. Lola tiene 57 años y apenas ha visitado al médico un
par de veces en su vida. Una vida sana, remarca
su marido.
Hace apenas 20 días fue diagnosticada de una neoplasia de páncreas
en estadio avanzado, tras una visita casual a urgencias a causa de una
tromboflebitis. Todavía estuporosa, no sale de su asombro, “Si hace un mes yo estaba tan bien, mi vida era normal... Ahora tengo una
losa sobre mi cabeza que ocupa todo mi pensamiento. Todo lo demás se ha ido
difuminando, ha desaparecido. No puedo pensar en nada más”, dice sin
mirarnos mientras las lágrimas recorren su preciosa cara. “Por qué a mí?, pregunta a alguien o a algo, no a nosotras. El
silencio se pasea por la habitación, no tenemos respuesta. No es queja, ni
lamento. Es la vida y la muerte caminando al unísono. Habla despacio, con calma
contenida. “No se han equivocado, cada
día estoy peor. Pero no puede ser, no puede estar pasando, no puedo ni imaginármelo
siquiera… Es una pesadilla de la que no consigo despertar”. Las lágrimas continúan su camino, el perro se acurruca cada vez más junto
a ella y un dolor hondo nos traspasa la ropa, empapa nuestra piel llegando
hasta el alma, como la niebla que nos ha acompañado durante todo el viaje hasta
su casa.
Nos acabamos de conocer, es la primera visita. Nada sirve,
solo estar, escuchar, acompañar, acariciar, mirar... Yo no me atrevo a decir nada
que entorpezca el desahogo, la rabia, la expresión de su dolor. Sólo el
silencio nos corteja.
Su esposo y su hija asisten mudos en un segundo plano,
elegido por ellos.
No soy consciente del tiempo que permanecemos allí. La vida se ha detenido. Pero creo que es una de las visitas más dolorosas que recuerdo.