Que la muerte es el gran tabú de nuestros tiempos, y que la
sociedad vive de espaldas a ella y se esfuerza por ocultar bajo la alfombra
todo lo que se la recuerda, es una obviedad.
La muerte asusta, y se asocia inevitablemente a palabras como
sufrimiento, pérdida, tristeza, drama, tragedia. Es la finitud, la eterna
lección de humildad para la ciencia y para la soberbia humana.
… Tal vez por eso quienes nos dedicamos al maravilloso (sí,
maravilloso) trabajo de acompañar y asistir al final de la vida, recibimos
prácticamente el pésame cuando respondemos a la pregunta acerca de nuestra
ocupación. Alusiones a la presumible dureza del oficio, apelaciones en tono de
admiración o de conmiseración a nuestra capacidad de resistencia psíquica, o
simplemente silencios que traducen parálisis momentáneas del pensamiento, son
lo que solemos encontrar como réplica a nuestra respuesta.
La primera vez que entras en la habitación, o en el
domicilio, de un nuevo paciente… vas a entrar en la vida de una persona y de su
familia y, si te lo permiten, te vas a quedar hasta el final. Vas a compartir
con ellos un proceso vital y trascendente.
Entramos en vidas ajenas en un momento de máxima fragilidad y
vulnerabilidad, y por eso debemos movernos siempre con máxima cautela y
respeto, conscientes de que todo lo que hagamos o digamos puede tener consecuencias
físicas y emocionales, inmediatas y retardadas, en el enfermo y en sus
acompañantes.
Pero también sucede que, en ese mismo momento, una persona
extraña, cogida de la mano de quienes más le quieren y cuidan, entra en la vida
del profesional. Si le deja. Pero le va a dejar, porque por eso se dedica a
Cuidados Paliativos, para sentir de cerca la relación personal con quienes
sufren, con el riesgo que eso comporta.
Sentimos el calor del fuego cercano, pero no nos quemamos.
Aunque de vez en cuando, sucede que entra en nuestra vida un caso que va a
causar impacto, que nos va a sacudir, y que va a marcar un antes y un después.
Entonces no podremos evitar quemarnos. Con suerte, sólo las puntas de los dedos,…
pero sentiremos el dolor.
Hablar de aquello que tememos, compartir las experiencias de
otros y sumergirnos en historias reales sobre el tema (y no imaginarias), puede
ayudar a tener una visión menos angustiosa de cosas que ya hemos vivido o de
otras que están por venir.
… Cuando dispones de TIEMPO, puedes hacer un trabajo de
fondo, de preparación, de facilitar la adaptación, para ir dando pasos adelante
poco a poco. Las pérdidas se van asimilando, el paciente y sus familiares se
van ajustando a la realidad, y los profesionales guían y acompañan en el
proceso.
Poner lo que nos inquieta en palabras tranquiliza, y si la
respuesta se da desde la empatía y la compasión, aún tranquiliza más. Lo
tangible se teme menos que lo que se imagina. Poner en palabras aquello que se
teme y desconoce a un tiempo, puede tener un efecto balsámico insospechado.
… Cada visita, cada día, es una vivencia intensa… Hablar con
naturalidad y franqueza genera una distensión que ampara enormemente al
enfermo, integra todo lo que está sucediendo por extraordinario que sea en su
proceso vital, que es el suyo, que es único, y sin duda hace más fácil el
trabajo de acompañamiento. Pero tiene efectos secundarios en los profesionales.
Hacer fácil lo difícil, al menos en apariencia, no significa que no comporte
esfuerzo, aunque no se perciba. El esfuerzo realizado de forma inconsciente se
nota al salir del domicilio o de la habitación.
Al final del camino, no todo es oscuridad ni dolor. Hay
personas que brillan y que producen destellos de luz, que no sólo iluminan su
propio camino y el de quienes les acompañan, sino que pueden ayudar a iluminar
el de otros que conozcan su historia.
De todos los pacientes se aprenden cosas, pero hay algunos
con los que se aprende de forma intensiva, y hay experiencias que dejan huella
durante largo tiempo.
La continua cercanía de la muerte, la continua convivencia
con la pena y la aflicción de los que se quedan, y con la angustia, la amargura
o la plenitud de los que se van, requiere pausas para reponerse.
Fragmentos extraídos del
libro: Destellos de luz en el camino, de J.C. Trallero.