En todos estos años hemos recibido algunos regalos y, sobre todo,
cartas de agradecimiento que guardamos como grandes tesoros. Aún me cuesta
entender como alguien es capaz de escribir con gratitud cuando el dolor te
envuelve tras la pérdida de un ser querido, recordando a quienes te acompañaron
en ese trance, en el trascender.
Esas palabras recién salidas del alma, todavía calientes, nos
calan hacia las coronarias, llegan al ventrículo y de allí se expanden al resto
de las células de nuestro cuerpo, liberando endorfinas y colmándolas con la
sensación de lo bien hecho, de aquello que se suele hacer con el corazón.
También, claro, pero en menos ocasiones, hemos tenido quejas por no llegar a tiempo
o por no estar cuando más nos necesitaban. Eso sienta mal, duele. El dolor se
transmite como una corriente por el espinazo, inesperado, intenso y difícil de
manejar.
Todas las cartas vienen siempre firmadas por la familia del
paciente, pero hace unas semanas nos llegó una sin firma. Desconocemos el remitente,
pero es tan hermosa que quiero compartir solo una parte.
A veces, los ángeles no tienen alas.
Sucede en muchas ocasiones, más de
las que creemos, que te cruzas con un ángel,
y al no verlo tocado con su
característico par de alas, ni cuenta te das.
Pero es que los ángeles, en muchas
ocasiones, no tienen alas.
Ángeles de carne y hueso, de bata
blanca y zueco a retalón.
Ángeles que necesitan fumarse un
cigarrillo tras cada visita, porque si no,
colgarían la bata y nos entregarían
firmada su dimisión.
Que ahogan las lágrimas en sus ojos
cansados cada vez que tú te rompes por dentro,
que asumen tu carga y alivian tu pesar.
Ángeles guías más que custodios; más
que divinos, humanos;
más que escogidos, amados.
Muchas veces los ángeles vienen sin
alas y se las ganan a pulso
con cada palabra, cada sonrisa, en
cada mirada.
Ángeles que dejan la vida en cada
paciente…
Ángeles que no por temidos son menos
queridos.
Ángeles recordados por un día,
olvidados el resto y venerados para la eternidad.
Ángeles con nombre de mujer, manos de
madre y mirada de hija.
Ángeles en los que creer a pies
juntillas, con hechos probados.
Si te apeas un segundo de tu locura
diaria y prestas atención, les verás.
Tras batas manchadas por vidas segadas
en batallas no ganadas,
archivando historiales que pesan como
losas que los cubrirán,
descubriendo nuevas almas a las que
salvar.
Detén tu carrera un segundo, observa
sus castigados ojos que todo lo han visto
y más que les resta por ver, y
descubrirás que en ese preciso momento, a tu lado,
ha pasado un ángel.
No uno, sino dos.