En unos pasillos del hospital y por las puertas abiertas de las habitaciones se hace patente la existencia del orco. Lo que Esquilo le contó a Ulises sobre el orco. Ancianos en sillas de ruedas, atados con una correa por la cintura, caídos hacia delante, con la lengua fuera. La gran prueba de la vida no es la muerte, sino el morir. Sin embargo, hay algo obsceno en la enfermedad y la muerte. El reverso de lo corporal es lascivo y abominable.
No resulta fácil comprender el hecho de que en la vida el mayor misterio no es la muerte, sino el morir. Y todo ars moriendi es fantasmagórico, tal arte no existe. La enfermera dice que su madre, que tienen 97 años, se ha quedado ciega, pero "lo hace todo sola, a tientas". El horizonte humano no tiene límites.
(...) Hasta las cuatro de la tarde los pacientes permanecen sentados en las sillas de ruedas; los que todavía tienen fuerzas para hacerlo recorren los pasillos. Encuentro a Lola en la habitación, sentada en la silla, con la cabeza caída hacia adelante, atada al respaldo. Ya casi no está consciente. A veces gime, pero si le pregunto asegura que no tiene dolores. Dos veces dice: "mamá, mamá". Intenté explicarle que ahora yo soy "la mamá". No contesta, tal vez lo ha entendido. Si le digo algo, me contesta si o no, nada más. Es todo tan aterrador y terrible que a veces pienso que no lo soportaré. El hecho de que no padezca dolor no es consuelo, porque está sufriendo de otra manera, en las oscuras profundidades de la conciencia. Es una mujer hermosa, pero ya se le ha apagado la luz. Eso de que la vida imita el arte a veces es verdad.
Me gustaría sentir nostalgia por algo… Por un paisaje, por un viaje, por una ciudad, por alguien. Pero ya no puedo permitirme el lujo de ser nostálgico. ¡Me basta con ser!
(...) Creo que se ha producido un cambio: he pasado de la preocupación, la inquietud y el sufrimiento confuso a cierta paz incomprensible; como si hubiera comprendido el horrible e inclemente caos de la vida. No acuso a Dios, ni a los hombres, a nadie. No espero nada. He aceptado lo que ha pasado... He aceptado la crueldad. En estas ocasiones unos rezan, otros maldicen, y también hay gente que se calla, se lo guarda todo para sus entrañas. No lo he decidido, me ha pasado. Es la mayor tragedia personal que me ha ocurrido en la vida y debo aceptarla simplemente, no de manera fatalista, sin juzgar, ni protestar. Ese final, peor que cualquier destrucción repentina.
(31/XII/1985, nochevieja). Hace dos días que no come, sólo le dan líquidos. Estertores. Se agita, da tirones. Le administran calmantes, pero su cara expresa sufrimiento. En la habitación en penumbra su vecina, la anciana senil, duerme apaciblemente. Los viejos de las sillas de ruedas salen a dar un paseo por los pasillos y se asoman a comprobar si sigue viva la compañera de reclusión. Nunca habría imaginado semejante infierno de dolor y sufrimiento.
De la obra: Diarios 1984-1989 de Sándor Márai.