Artículo de:
Ricardo Cubedo es oncólogo del Hospital Universitario Puerta de Hierro Majadahonda de Madrid y colaborador de ELMUNDO.es
Hace pocos días, José Luis de la Serna, el director de la web de El Mundo,
señalaba en un artículo cómo muchas necrológicas publicadas en la prensa
siguen disfrazando la palabra 'cáncer' con el eufemismo de 'una larga y penosa enfermedad'.
Jürgen, un paciente alemán al que todavía no conozco demasiado bien,
acudió a mi consulta con una impresión de este artículo, sorprendido y
algo escandalizado por la forma en la que los españoles seguimos
abordando de refilón la información sobre el cáncer, ya sea en calidad
de pacientes, médicos o familiares. Él es de la opinión de que entre la
verdad y la mentira no cabe un alfiler, que todo lo que no sea 'la verdad, sólo la verdad y toda la verdad' no constituye otra cosa que un engaño hipócrita.
Yo no estaba tan seguro de que la mayoría de las personas que
aguardaban en la sala de espera estuviesen de acuerdo en todo con
Jürgen, de modo que, medio en serio medio en broma, le propuse lo
siguiente: si persuadía a un puñado de pacientes o acompañantes para
participar en un intercambio de opinión, digamos para entendernos
rápido, 'a calzón quitado', yo me prestaría con gusto a la encerrona. El
amigo alemán encajó el envite y, con mucho empeño y no poca dificultad,
consiguió reunir a unas 16 ó 17 personas con las que me reuní
informalmente, ayer por la tarde, en una de las salas de juntas del
Puerta de Hierro.
El peloteo de opiniones y contraopiniones resultó de lo más
interesante, aunque, al contrario de lo que le sucedió a Jürgen, creo
que podría haber adivinado lo que allí se dijo. La composición de los
participantes ya significaba algo. Más o menos la mitad eran pacientes, y la otra mitad familiares.
Pero mientras los primeros eran sujetos curados, de los que acuden a mi
consulta cada mucho a realizar sus revisiones periódicas, casi todos
los familiares lo eran de enfermos en situaciones incurables que estaban
recibiendo quimioterapias de distinto tipo. Me gustaría resumir en unos
cuantos párrafos breves las posturas más comunes entre los asistentes
y, sobre todo, me interesa formular al final tres preguntas a los
ciberlectores.
Uno.
La información da miedo. Mucho miedo. A veces, más
que la propia enfermedad. Es chocante que casi todos los afectados
(llamemos así al conjunto de pacientes, acompañantes y familiares)
expresaban su aprensión a la primera consulta no como 'a lo que tengo' o
'a lo que me van a hacer', sino 'a lo que me van a decir'. No pocos
confesaron haber retrasado su primera consulta al médico, a veces
durante meses e incluso soportando síntomas penosos, precisamente por
ese terror 'a tener que escuchar lo que no querían'.
Dos.
Las malas noticias dejan bloqueados a quienes las reciben.
Una y otra vez en la reunión de ayer se comentaban cosas como 'a partir
de que escuché la palabra cáncer -o quimioterapia, o cirugía- ya no
entendía absolutamente nada de lo que decía el médico. Al llegar a casa,
no recordaba ni una palabra de lo que me había contado'. Cuando hay
asuntos graves que comunicar, los enfermos, independientemente de su
edad o nivel cultural, prefieren muy poca información y muy concreta,
aunque sea incompleta o se dejen muchos flecos pendientes para otras
visitas.
Tres.
Hay dos pecados capitales que los médicos cometemos al informar en la
consulta; dos faltas que nuestros pacientes no perdonan y que les
ofenden particularmente. Uno es no explicar las cosas de manera sencilla,
huyendo de palabrejas técnicas. La otra, más importante todavía, es
negar importancia al lenguaje corporal: no mostrar ni una sonrisa, no
mirar a los ojos, teclear al ordenador o escribir recetas mientras los
pacientes hablan...
Cuatro.
Al contrario de lo que nos pueda parecer a los médicos, todos los
participantes de la reunión insistieron en que no necesitan en realidad
demasiado tiempo en la consulta, que comprenden bien que hay muchos
otros pacientes que atender. Bastan cinco o diez minutos, si se saben transmitir un par de ideas con claridad y cercanía.
Cinco.
Nadie quería mentiras en cuanto al diagnóstico, aunque fueran
piadosas, ni para sí mismos ni para sus familiares. Aunque algunos se
mostraban dispuestos a hacer excepciones en personas muy ancianas, el
acuerdo general fue que si hay un cáncer, hay que decirlo, desde el principio y, además usando precisamente el término 'cáncer' en lugar de subterfugios.
Seis.
Otra cosa bien distinta es cuando se trata del pronóstico. Si todo el
mundo parecía estar de acuerdo respecto a que hay que desvelar el
diagnóstico de cáncer, era mucho más difícil coincidir en la
conveniencia de revelar con crudeza el pronóstico. La mayoría de los
pacientes presentes querrían saber si su tumor, una vez operado, tiene muchas papeletas de recaer.
En cambio, nadie se atrevía a asegurar claramente que quisiera
conocerlo si su enfermedad fuese incurable y todos (menos Jürgen)
parecían coincidir en que la ignorancia era la mejor opción ante una
muerte muy probable en cuestión de meses o pocos años. En realidad, de
todos los presentes, nadie había preguntado abiertamente si el cáncer se
podía curar o si era incurable y, por lo tanto, mortal en un plazo más o
menos breve. Tanto en el caso de las situaciones curables como de las
que no lo son, parece que todos los enfermos llegan a ese conocimiento
con sobrentendidos, sin necesidad de abordar la cuestión abiertamente.
Siete.
Un asunto interesante es el papel de la familia como intermediaria y administradora de la información.
En mayor o menor medida, a todos los contertulios les parecía natural
que la familia se entrevistara, al menos una vez, a solas con el médico
para conocer el auténtico alcance de la situación; y a nadie se le
antojaba muy inapropiado que la familia pidiera al médico que, sin
mentir, dulcificara un poco la información. Mi pobre paciente alemán se
desesperaba con esto. Le parecía una intromisión inaceptable en la
autonomía del individuo y, a su modo de ver, debía de suceder justo al
contrario; que el enfermo conociera toda la verdad, buena o mala, y
decidiese qué parte de ella decidía compartir con quién y cuándo.
Ocho.
Una queja universal resultó ser la frustración por carecer de información para llevarse a casa.
Casi todo el mundo había recurrido a fuentes alternativas, como amigos,
revistas, libros y, por encima de todo, internet. Y casi todos
reconocían haberse confundido más que aclarado. Cualquiera de los
presentes echaba mucho de menos que su médico le proporcionara alguna
clase de folleto o documento escrito con la información esencial sobre
los tratamientos y la enfermedad en general. La idea de poder recibir
información en DVD o una página de internet mantenida por los propios
médicos le pareció maravillosa a todo el mundo.
Nueve.
Se habló bastante y con vehemencia del 'derecho a no saber'.
Los pacientes presentes reclamaban tanto saber lo que querían como
ignorar lo que preferían no conocer. Varios expresaron su temor a que el
médico les hablara de lo que no habían preguntado, y hubo mucha
coincidencia en señalar que el especialista que mejor informa es el que,
sin engañar nunca, va amoldando la cantidad y precisión de la
información a las preguntas de los pacientes y, más aún, a la manera de
formularlas. Para los enfermos y sus familias parece muy importante que
los médicos mantengamos las orejas aguzadas a si lo que nos reclaman es
una respuesta esencialmente cierta pero vaga, o bien detalles concretos.
Y diez.
La palabra 'esperanza' apareció docenas de veces durante nuestra
tertulia. Una paciente especialmente lúcida dijo algo así como que "la
información veraz es un derecho de los enfermos, pero el que se tiene a
la esperanza es un derecho humano". Aun en las peores circunstancias, a nadie le parecía mal que el médico intentara encontrar una perspectiva positiva, una rendija abierta en la puerta de la esperanza.
Después de un par de horas de conversaciones cruzadas, me quedó claro
que la cuestión de la información a los enfermos con cáncer incurable
(que son menos de un cuarto del total de los que atiendo) es bien
espinosa, uno de esos asuntos para los que no hay solución buena; se
trata de acertar en la menos mala. A mi modo de ver, los cuatro
mandamientos de la información a los pacientes con cáncer avanzado son:
- No decir jamás una mentira tan tajante que cierre el paso a la verdad
- Empezar con un poco de información verdadera e ir luego de a pocos
- Dejarse guiar por las preguntas del paciente y el tono en el que las formula
- Y no negar la esperanza.
Si me viese forzado a resumir aún más, pediría auxilio como en otras
ocasiones a mi admirado Padre Feijóo, acaso el único auténtico ilustrado
español del siglo XVIII, cuando escribía "... la mentira nunca es
lícita, aunque ocasionalmente pudiera ser saludable".
Pero todo esto queda muy pulcro escrito sobre una página en blanco y
puede que no sea más que esgrima de salón; más peliagudo es ponerlo en
práctica en la consulta, y mucho más todavía, entre las cuatro paredes
de la casa con el enfermo en ella. Siempre hay mil asuntos que vienen a
recomplicar lo complicado: los problemas de la pareja, la existencia de
niños, las desavenencias entre distintas partes de la familia, problemas
de dinero, un médico antipático, un paciente grosero. Hace falta
serenidad, sentido común a raudales y, en las encrucijadas, pensar
siempre: 'Si yo fuera el enfermo, ¿cómo me gustaría que me trataran?'.
Para pensar...
- Si usted tuviese un cáncer, ¿querría saberlo o preferiría que le engañaran?
- Si ese cáncer no se pudiese curar, aunque pudiese vivir con él varios años, ¿querría saberlo a ciencia cierta o preferiría que esa información la recibiese su familia?
- Y,
si la muerte fuese inevitable en un plazo relativamente breve, de
algunos meses o poco más de un año, ¿piensa usted que lo preguntaría
abiertamente al médico, o preferiría vivir el día a día sin pensar en el futuro?