Hace mucho tiempo que no me paro a escribir y no es que no
hayan pasado cosas. Ha pasado y sigue pasando la vida con su caminar. Para mí sentarse
a escribir es un acto de reflexión, casi de meditación; se trata de traducir
los sentimientos a palabras, lo que me obliga a ordenarlos… y al fin
entenderlos y asumirlos. A veces me cuesta tirar del hilo o siquiera
encontrarlo.
Hoy sólo un pequeño apunte,… fue el cielo que me acompañó
durante mi viaje al mar.
María es menuda y frágil. Tiene la piel fina apenas sin
arrugas, y eso que hace un mes cumplió los noventa.
Da la sensación de que el tiempo ha dejado en su piel las
huellas que ella ha querido, tal como ha vivido. La armonía ha sido su bandera,
la sonrisa su apoyo y esa mirada de caramelo la alfombra sobre la que
caminábamos tras ella y que hacía las cosas más fáciles.
Hace unos años su mente empezó a difuminarse, los que
estábamos con ella nos fuimos desdibujando y la vida se torció hacia ningún
lugar.
Intentamos reconducirla al principio, cuando guardaba cosas
en los lugares más extraños, cuando deliraba inventando historias que solían
terminar en tragedias, cuando se nos perdió en una calle cercana a la nuestra,…
cuando nos miraba y preocupada nos buscaba por detrás. Su pareja de toda la
vida, su compañero de viaje, nunca llegó a entenderlo del todo, a asumir que su
querida amanteamiga cada vez estaba más lejos, tan lejos que ni ella se
atisbaba. Nunca creyó que esto también les estaba ocurriendo a ellos, después
de lo que la muerte recientemente les acababa de robar, una de sus hijas.
Tras
unos meses hubo un punto de inflexión, un momento a partir de cual él se dejó
llevar, dejó de luchar por ella y por todo, se dio por vencido, dejó de vivir…
Pensó, y probablemente era así, que ya no había motivo. Al cabo de poco tiempo
falleció, sin más. Se fue en un susurro como una ola blanca que abandona la
orilla, dejando la sensación de que no había nada más que hacer. Que todo
estaba bien. Que así era la vida… y la muerte.
Ella siguió caminando por la vereda, aunque la linde ya se
había terminado. Y así continua, derrochando ternura y querer a manos llenas. Tenemos
su sonrisa que le brota sin filtro y su mirada de caramelo, como ausente pero
directa al corazón. La podemos abrazar y besar porque ella está, no sé bien de
qué manera ni en qué posición, pero está.
María es mi madre.