Tenemos Que Hablar de Tu Enfermedad
La gestión de las
palabras se complica cuando un ser querido padece una enfermedad grave. Usar
expresiones idóneas puede ser la mejor ayuda.
A Carlos le diagnosticaron un cáncer de pulmón. La triste
noticia fue un shock para toda la familia.
En una de las sesiones de quimioterapia, quiso hablar con su
hermano: ¿Sabes? No me da miedo
la muerte. Lo que me angustia es todo lo que me voy a perder de mis hijos. Su hermano se apresuró a contestar: No digas estas cosas. Todo esto no tienes ni
que pensarlo. Entonces cambió hábilmente de conversación.
Este es el típico diálogo que no ayuda en absoluto al
enfermo. La respuesta de su hermano respondía más a su angustia que a la de
Carlos. Lo preocupante es que cuando la enfermedad llama a la puerta de casa,
esta es la reacción que solemos tener. Cuando alguien querido pasa por una
situación así, lo primero que sentimos es miedo, y generalmente una gran
impotencia. Nos gustaría ayudarle, poder curarle. Sufrimos y es natural que lo
hagamos.
El problema es que nuestro dolor muchas veces nos lleva a hacer cosas
que van en contra de lo que el afectado necesita. Si quiere hablar, hablemos.
Si quiere distraerse, distraigámonos juntos. Tenemos que hacer todo lo posible por estar al servicio de su angustia,
no a merced de la nuestra.
En este contexto, relativizar las cosas, evitar
conversaciones o cambiar de tema (“no
pienses en eso ahora”) son manifestaciones que NO AYUDAN. Puede darse el
caso en que el dolor sea tan insoportable que incluso nos distanciemos sin
darnos cuenta. Pero tenemos que acompañarle incondicionalmente. NUESTROS
TEMORES REFORZARÁN LOS SUYOS.
¿Qué hacer si nos
pregunta por la evolución de su enfermedad? Está claro que solo un médico puede responder esa
cuestión. Pero muchas veces el enfermo insiste en saber nuestra opinión. Quizá
porque detrás de un “¿tú cómo me ves?”,
lo que busca es un mensaje de esperanza. Hay que tener mucho cuidado y pensar
dos veces lo que se va a decir. La respuesta no siempre tiene que ser explícita
y directa. El hecho de que el enfermo pregunte no significa que podamos y
debamos responderle con toda la transparencia del mundo, y menos si realmente
no estamos capacitados para ello.
Si tenemos información sobre su estado de salud, es
fundamental NO DECIDIR POR ELLOS lo que “les conviene saber”, y no dar
respuestas que no nos veamos capaces de articular desde la serenidad y el amor.
Muchas veces nosotros no vamos a tener la explicación correcta. Lo mejor será
ayudarles a dar con quien realmente pueda hacerlo, sin asumir directamente toda
la responsabilidad.
Hay que hacer todo lo posible por estar al servicio de la
angustia del enfermo, no a merced de la nuestra.
Momentos mágicos. La enfermedad abre tiempos de
incertidumbre y sufrimiento, pero también genera instantes muy valiosos de
compenetración e intimidad entre las personas. Si se presenta la ocasión,
recojamos el guante y evitemos huir. Nos brindan la oportunidad de hablar de
cosas muy valiosas que hay que gestionar con tacto y mucho cariño. Debemos
tener valor para afrontar estos momentos, pues son la mejor ayuda que podemos
prestar. Estas escenas crean puentes de confianza indestructibles si la
enfermedad se supera, y propician, en cualquier caso, una gran dosis de serenidad.
No perder la
esperanza.
Muchas personas sienten que al hablar abiertamente del cáncer se corre el
riesgo de que quien lo sufre pierda la esperanza. Pero sus fuerzas flaquearán
cuando nos vean a nosotros sin ellas. En estas circunstancias, el enfermo tiene
una gran sensibilidad para captar nuestros gestos, el tono de voz, y hacerse
una idea muy precisa de lo que se nos pasa por la cabeza. Si no somos capaces
de ver la luz, tenemos que trabajarlo. Solo después podremos abordar el
diálogo.
En estos baches del camino, todos —tanto los que padecen en
sus carnes la tragedia como los que ven cómo su vida cambia radicalmente porque
peligra la de un ser querido— necesitamos mucho amor. Todas las palabras que
salgan de ahí serán, sin duda, acertadas.
Aproximarnos con
delicadeza al que sufre.
La dolencia grave de un ser querido provoca una situación de
máxima angustia. Un dolor que condiciona la manera en que nos comunicamos.
Estas son tres pautas para ayudar de verdad a la persona enferma a través del
lenguaje:
— Escuchar. La mejor ayuda que podemos prestar
es ofrecer nuestros oídos y la total disposición. Esto significa crear un
espacio en el que la persona enferma pueda expresar lo que necesite. Tenemos
que escuchar sin juzgar, sin rehuir las conversaciones complejas y sin
interrumpir. Así, la otra parte podrá ordenar sus ideas y compartir sus miedos.
— Comprender.
Resulta esencial no dar un solo paso sin haber entendido bien lo que nuestro
interlocutor requiere en cada momento. No nos adelantemos y actuemos según lo
que nosotros necesitaríamos si estuviéramos en su lugar.
— Facilitar. Hemos de proporcionar al
convaleciente aquello que nos pide, siempre que seamos capaces de asumirlo. Es
muy importante que también nos cuidemos nosotros y no nos ocupemos de tareas
que sobrepasen nuestra capacidad. Si nos sentimos desbordados, es mejor pedir
ayuda. En este trance no favorece nada sentir también soledad.
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