Sara está luchando desde hace años contra un pronóstico incierto que ha estado a punto de costarle la vida en más de una ocasión. Parece curada de espanto a sus 56 años.
La casa está llena de libros y su nieto corretea por el pasillo. Su marido se acerca con una bolsa de plástico de la que asoman unas hierbas y dice: “me las han dado en el trabajo, dicen que son buenas para el cáncer… no sé, por intentar más cosas… creo que lo hemos probado todo”. Se ríen los dos, ella sin querer. Se le nota agradecida, “es lo mejor que me ha pasado…” dice bajito señalándole a él. La desolación se asoma por cada poro de su piel, inundando la habitación y ahogándonos a todos.
Hablamos de lo que puede hacer desde que el dolor ha disminuido, dándole una tregua para salir a tomarse una tónica en una terraza. “Pero siempre discreta porque la gente me mira, se acerca, claro esto es un pueblo, y me preguntan, quieren saber. No lo soporto.”
Y en el mar profundo que son sus ojos echa a nadar las palabras: “sé que me muero… pero es que yo no quiero morirme”. Las palabras forman ondas entre ella y nosotras, como cuando tiras una piedra al agua quieta. Y las ondas en lugar de chocar contra la tierra o contra el muro penetran en mí, se expanden de fuera a dentro, de pequeñas a grandes haciéndome sentir toda la inmensidad del dolor que encierran. Seguimos mirándonos, el silencio abraza las otras mil palabras que nos decimos sin decir nada. La negación, la impotencia, la rabia, la tristeza, la aceptación sin remedio y todas las demás fases que uno siente después de que la realidad te haya expulsado de la vida, se pasean entre las dos.
“Aún recuerdo cuando me levantaba a las 7 para ir a trabajar y lo grandes, pero grandes, que me parecían los problemas del día a día… Y los fines de semana cuando abría los ojos y podía decidir qué quería hacer, seguir durmiendo… o hasta el infinito. Lo que daría por volver a esos tiempos…”. Es la gran diferencia entre estar vivo o casi muerto.
Sin moverse apenas me coge la mano. Después sonríe como si se hubiera quitado un peso y me hubiera reconocido en el hueco que lo recoge.
Hay instantes que son tan grandes como toda una vida. Y cómo afrontar el día a día tras ellos?
Yo lo sé, aunque sigo dudando. Cada día sé con más certeza lo que no quiero y en lo que quiero creer, pero… y ella? Cómo son sus días y sus noches? Qué ha dejado de querer y en qué ha empezado a creer sin descanso? Qué fondo de pantalla se ha instalado en su vida y le acosa, aunque quiera mirar hacia otro lado?
Las respuestas son duras y uno casi no se atreve a pronunciarlas... menos imaginarlas.
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