Cuando Frida lanza un peine por la ventanilla del coche y
farda de sus muñecas delante de su prima pequeña, cuando la abandona en medio
de un bosque y cuando intenta escaparse de casa, un plan que su miedo echa a
perder, solo pretende convertir su malestar, el dolor por la pérdida de su
madre, en actos; quizá es lo que ocurre cuando faltan las palabras, inútiles
para expresar lo que no comprendemos.
«Verano 1993» (Carla Simón, 2017), galardonada con tres
premios Goya, narra la historia de una niña de seis años, interpretada por Laia
Artigas, inmersa en un proceso de duelo, trance psicológico que desencadena la
muerte de un ser querido y especialmente delicado durante la niñez. El filme lo
muestra sin ahogarse en el drama, con ese humor que persiste hasta en los
momentos duros y dejándonos una sonrisa un poco triste, pero esperanzada, en la
boca.
Alba Payàs (Manresa, 1956), psicoterapeuta, directora del
Máster de intervención en duelo de la Universidad de Barcelona y del Instituto
IPIR, un centro especializado en su tratamiento, explica cómo afrontan y cómo
deben afrontar la muerte los más pequeños.
¿Qué percepción tiene un niño de la muerte?
¿Qué percepción tiene un niño de la muerte?
Los niños con poca edad no entienden la muerte y que la
persona no regresa. A los seis años ya comprenden que la persona que fallece no
va a volver.
Las emociones que sienten son las mismas que sienten los adultos,
la tristeza y la aflicción, pero no tienen la capacidad de expresarlas por sí
mismos, y necesitan que les ayuden a hacerlo. Sin embargo, en el entorno suele
haber un mito, una falsa creencia, y es que a los niños hay que distraerles de
su pena. La experiencia del niño es que no se le ha acompañado en su dolor.
Entonces, aunque en apariencia todo está bien, aunque son capaces de seguir
jugando, por dentro sienten dolor.
A partir de cierta edad, y cuando se van
haciendo mayores, como no pueden expresar la tristeza la desplazan, y la
desplazan al enfado. Se vuelven irritables o rebeldes. Detrás de estos
sentimientos de enfado puede haber culpa, porque pueden responsabilizarse de lo
que ha sucedido.
¿Cómo se gestiona ese sentimiento de culpa?
El sentimiento de culpa, en el duelo, es natural y humano, y
es un reflejo del amor que hemos sentido por una persona. Entendemos el amor
como la capacidad de proteger al otro, y cuando no hemos logrado hacerlo nos
sentimos culpables. Es una emoción absolutamente natural de la que hay que
hablar, que hay que compartir, a la que hay que poner nombre, y que hay que
expresar. La culpa también tiene el papel de proteger el rol: es decir, que si
yo soy padre y he perdido a mi hijo, sentirme culpable me hace pensar que sigo
siendo un buen padre.
Pasado un tiempo, la persona tiene que ir liberándose de
ella. Lo que pasa es que los niños a veces tienen la fantasía de que son
responsables de la muerte o de que podían haber hecho algo que hubiera salvado
a la persona fallecida. Tienen un pensamiento más mágico.
El problema del duelo en los niños es que no solo pierden al
ser querido, sino que a veces se le arranca de sus raíces. Entonces hay dos
duelos: el del ser querido y también otro, que los adultos no suelen tener en
cuenta, y que es que el niño pierde la escuela, los amigos, la casa, la
comunidad o el hogar. Es una pérdida secundaria que a veces es tan importante
como la primaria, porque el niño necesita estructura. Es como una planta que
sacudes y a la que encima le quitas las raíces y luego dejas en el aire. Para ellos
es tremendo perder todo el entorno que les da seguridad.
En una escena de «Verano 1993», la niña habla con su tía
sobre la muerte de su madre, y su tía le responde con franqueza, con una
franqueza que choca, a sus preguntas. ¿Es esa la forma correcta hablar a los
niños sobre este tema?
El niño necesita un tiempo de distracción, de mirar al
futuro, de olvidar lo que ha pasado, y también necesita el mismo tiempo para
hablar de lo que ha sucedido y para que le expliquen cómo han sido los hechos, igual
que haríamos con un adulto.
La situación ideal para los niños es que puedan acompañar a
la persona que se está muriendo. Que puedan sentir que están dando y recibiendo
cariño. Así pueden entender mucho mejor lo que sucede. Pero durante décadas ha
habido un tabú con este tema, y a los niños se les ha ocultado la muerte: se ha
evitado que estuvieran en el funeral, se ha procurado que no vieran a la
persona fallecida, que no fueran al hospital, a cuidados intensivos...
En
realidad, todo ese miedo es nuestro, es de los adultos. El niño no tiene miedo
a la muerte si está acompañado de un adulto que le explique lo que está pasando
y que le ayude a expresar sus emociones y a regularlas. Ahora hay más
formación, y se sabe que los niños pasan el duelo mucho mejor si se les permite
estar presentes, y si se responde a todas las preguntas que hacen, aunque sea
con un «no lo sé» cuando no sabemos contestar.
Los niños, además, saben cuándo les estamos mintiendo.
Claro. Saben que se les está mintiendo y sobre todo saben que
el adulto tiene miedo del mundo emocional. Los niños te miran a los ojos, y, si
huyes de tu dolor, van a imitar tu respuesta. Si no se tiene miedo del dolor,
de sentir el dolor, de vivirlo y de apropiarse de él, entonces el niño aprende
a hacer lo mismo, y esa experiencia, con la que madura, le ayuda a ser mucho
más resiliente; es decir, le ayuda a ser capaz de afrontar mucho mejor los
avatares de la vida. Pero si el dolor se le ha escondido, si desde pequeño se
le ha encerrado en una protección que le ha impedido conectar con el
sufrimiento natural de la vida, cuando el niño, de adulto, afronta una pérdida,
responde mediante la evitación, con la negación.
¿Qué dimensiones tiene un duelo?
La primera dimensión es sobre las circunstancias de la
muerte: el trauma. Son los recuerdos sobre las circunstancias de la muerte del
ser querido. El objetivo es aceptar de qué murió y cómo murió, y enfrentarnos
al sentimiento de culpa, de si la muerte se podría haber evitado o a pensamientos
tan dolorosos como si la persona sufrió. Luego, la segunda dimensión es la que
llamamos la relacional, que tiene que ver con los recuerdos de lo que se vivió,
de lo que se recibió de la persona perdida, y también con las cosas difíciles,
con los conflictos con ella, naturales en todo vínculo humano. Entonces se
puede buscar el sentido profundo de la relación.
Al final del duelo, para
muchas personas, pero no para todas, hay una sensación de gratitud, de amor y
también de tristeza, de pena y de añoranza, pero sobre todo de paz interior y
de ilusión por la vida, porque, si nos hemos sentido amados, el amor nos empuja
a vivir de forma más plena.
¿Qué ocurre si una persona se queda atrapada en una de
esas dimensiones y no logra avanzar?
Entonces tenemos un diagnóstico de duelo crónico, con una
persona que vive la añoranza y la culpa como emociones intensas, y que se
siente incapaz de seguir adelante, llegando a manifestar síntomas como la
depresión, la ansiedad y sobre todo falta de ilusión. A veces, durante un duelo
complicado, la persona funciona aparentemente bien a nivel laboral, pero, sin
embargo, por dentro siente dificultades para disfrutar de la vida. Los expertos
en duelo recomendamos ayuda terapéutica, para ver qué es lo que se oculta debajo
de ese duelo difícil: si es enfado, culpa, si el nivel de trauma es demasiado
alto o si hay otras pérdidas.
Hay que subrayar que hay que pedir ayuda terapéutica
especializada para que la persona pueda resolver estos traumas profundos, que a
veces están mezclados con otras pérdidas sufridas en el pasado, y que no son
necesariamente muertes. Parece que en nuestro corazón ponemos todas las
pérdidas en un mismo cajón, y que así las vamos acumulando.
Cuando termina «Verano 1993», Frida parece reconciliada con
su familia, dispuesta a ser menos revoltosa y a divertirse; en la última
escena, mientras juega con su tío y con su prima, mientras los tres saltan en
la cama y se ríen, la niña, súbitamente, se aparta y rompe a llorar. Como
explica Payàs, «la idea de que en tres meses o en un año se pasa página es un
mito, porque el duelo puede durar años».
Por eso, los adultos no deben mostrar
prisa por hacer ver que todo «ha pasado», y sí esforzarse, permaneciendo al
lado de los pequeños, en ayudarles a seguir adelante. De lo contrario, y
volviendo al mundo del cine, la situación puede convertirse en la de Julien
Davenne en «La habitación verde» (François Truffaut, 1978), un periodista
experto en necrológicas que vive en el pasado, rindiendo culto a los que se han
ido y creyendo que rehacer su vida es una traición.
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