Miriam nos mira atentamente desde el sofá, se le nota recelosa
y desconfiada. La psicóloga de la AECC le había comentado que pasaría un equipo
de soporte a verla, pero la oncóloga le dijo que era demasiado pronto. “Demasiado pronto… para qué?” Nos
pregunta nada más vernos.
Ha hecho del sofá su segunda casa, le cuesta levantarse, le
duele moverse. La mirada fría, azul como el hielo. De mi compañera a mí, de mi
a mi compañera. Nos habla de ella en tercera persona, como si hubiese un
alguien que lo viera todo desde fuera, como si estuviera muy lejos de allí. Un relato
conciso, duro. Sabe el diagnóstico pero no está segura del todo del pronóstico,
habla de qué será de su hijo cuando ya no esté, de cómo viene la vida, de que
hay que asumir lo que hay… pero que quizás no sea tan grave. No pregunta, no le
interesa nada que no sea su discurso. Tiene 44 años y un hijo de 12.
Al cabo de un rato la habitación se nos queda pequeña.
Nos cuenta cómo empezó la enfermedad y cómo han ido las cosas. Fue hace tres años, “sin venir a
cuento”, luego vinieron pruebas y más pruebas hasta que hace un año le
dijeron que estaba curada. “Pero yo no
estaba bien, me lo notaba”. Tres meses más tarde inició una nueva quimio,
después le propusieron una prueba que al final no fue posible realizarle. “Yo creo que hay unas medicinas para unos y
otras para otros. Vamos, que a mí me podían haber hecho más cosas…”. “No sé… tenía
miedo….de vosotras. La próxima vez os prepararé un café y charlamos como hacen las amigas”.
Sí, hay un final para todos supongo. Desde mi ventana veo la
luna que asoma tras las nubes, y pienso que han de suceder miles de pequeñas
cosas para que ese milagro ocurra todos los días.
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