Y sigo viviendo entre el verde, el dorado, el rojo… y el mar.
Disfrutando de la lluvia, los acantilados, las rocas verticales, los ocasos… y
el sol. También de la gente, de esa gente tranquila y generosa que abunda por
donde nos movemos.
A veces pienso que no es que haya más gente buena entre la
maraña, sino que el radar que todos tenemos moviéndose continuamente, se ha
desarrollado de forma magistral con los años. Paseo por los caminos y las orillas,
el barro y las hojas acompañan mis pasos y el agua moja mis pies con su ir y
venir. Paseo por las calles de los pueblos que, casualmente, voy encontrando. Me
paro en el escaparate de una tienda y mientras miro distraída, la música del
interior se asoma a la puerta y me hace sentir bien, sonrío de nuevo. Cuando vuelvo
a ser consciente, ya estoy dentro. Voy mirando y, aconsejada, me quedo frente a
los colores de moda de este invierno. Hablamos el dependiente y yo y, como
habitualmente, una cosa lleva a la otra y me doy cuenta de que, aunque a los
demás les importa tu historia, la gente necesita contar la suya. Me incluyo, todos necesitamos contar nuestra historia, sobre
todo si el que tienes enfrente posee nociones de saber escuchar. Pues eso.
Y me contó una historia.
Su madre falleció hace un año tras sufrir un ictus y pasar
varios días en el hospital en estado de coma. Al ser una persona relativamente
joven y sin antecedentes, el equipo sanitario que la atendió le propuso una
posible donación de órganos. A la familia siempre le coge desprevenida esta opción, que uno siempre se plantea en otros casos pero no en el suyo propio. Tras
pensarlo, decidieron que ya que su madre había sido una persona generosa en
vida, seguramente estaría de acuerdo con la idea de seguir dando… vida.
Tras firmar los documentos pertinentes y mientras se iban, de
un sala adjunta al pasillo oyeron casualmente una conversación telefónica de una persona que decía más o menos: “Si, si, que ya está!! Os van a llamar para que
vengáis al hospital, que ya hay un donante. Gracias a Dios”. El hijo no pudo
menos que sonreír y mirar a quien estaba hablando y, sin poderlo
evitar y saltándose todos los protocolos, le abrazó y ambos lloraron, sin hablar,
sin palabras. Se unieron el dolor por la pérdida y la alegría por la nueva vida
que empezaría en breve.
Otra vez la vida y la muerte de la mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario