Día 28 de la epidemia
Amanece con una ligera llovizna sobre la
ciudad. Silencio. Un cielo gris plomizo se refleja en las ventanas de las casas
como espejos de tristeza. Poco a poco la habitación se va iluminando destacando
formas sobre las sombras que amenazadoras se ciernen sobre mí, mezcladas con
los recuerdos de la mirada angustiosa de los últimos pacientes que había visto
unas pocas horas atrás.
Instintivamente me toco la frente, no está
caliente, respiro aliviado pero me aseguro, 36,4º. Puedo volver a trabajar,
mañana quizá no. Este virus endemoniado, invisible al mundo y camuflado en
todas partes acecha a cualquiera que se cruce en su camino. Me asomo en el
dintel de la ventana y no veo a nadie, ha desaparecido el bullicio de las
primeras horas del día de una gran ciudad, como si todo se hubiera evaporado,
como el día después de una fuga nuclear. Me da miedo respirar, pero aun así,
cojo todo el aire que puedo en un intento de buscar un poco de paz interior y
comprobar que estoy vivo. En la lejanía se oye una sirena que se va acercando
con enorme rapidez y veo fugazmente, soporte vital avanzado. Comienza un nuevo
día de supervivencia.
Entro en mi sala de esterilización particular,
lavabo, ducha, papel secante, jabón, alcohol, desinfectante, guantes,
mascarillas y un kit de matar virus en mi mente imaginaria. Comienzo mi ritual
de aseo y me acuerdo de mis pacientes con trastorno obsesivo compulsivo a los
cuales voy a terminar dándoles la razón ya que ahora estoy más enfermo que
ellos. Inconscientemente, acuden a mi mente imágenes de desastres mundiales,
guerras, hambrunas, terremotos, etc. como preparando a este cerebro lo que me
puede deparar un nuevo día. Trato de no pensar más y concentrarme en los pasos
siguientes.
Pongo un humeante café en un vaso de cartón,
desechable claro, algo para comer y todo previo lavado de nuevo de manos como
si fuera un mandato divino o un mantra instalado en mi mente reptiliana. Hago
un intento de ver la prensa pero ahí se queda, ya sé lo que voy a ver, muertos
y más muertos, un número frío dentro de una curva que dicen se aplana.
Lentamente voy a por el coche y empieza un nuevo día.
Veo las torres cónicas vestidas de azulejos
blancos y azules coronando una estructura de color crema con ventanas que las
remata un doble arco perfectamente redondeado, en una hilera perfecta como una
mesnada de soldados que defienden una buena causa. Creo adivinar tras el
cristal, una persona con la cara muy pálida pero con una mirada de esperanza,
él es nuestra razón de ser. Automáticamente se abre una puerta y me cruzo con
los ojos expresivos de cada persona a las que reconozco aun con la cara
enmascarada. Son las personas de mi hospital.
Un hermano de la orden, en su día quiso
construir el mejor hospital del mundo, un objetivo de enorme grandeza, pero lo
verdaderamente importante eran las personas que ladrillo a ladrillo fueron
capaces de colocar con mimo y sabiduría cada pieza perfectamente alineada con
la siguiente dando lo mejor de sí mismos. La grandeza no es un proyecto, no es
una gran estructura, vive y existe en todos nosotros, sabemos quiénes somos, lo
que queremos, en lo que creemos y para quienes damos nuestra vida. Por eso
somos grandes, enormes, con una capacidad de dar que pocas personas poseen.
Cuando los demás se van, tú sigues trabajando.
Cuando los demás disfrutan, tú sigues trabajando, cuándo los demás duermen, tú
sigues trabajando. Y siempre dando lo mejor de uno mismo, con toda la empatía y
las habilidades desarrolladas a base de duro trabajo, haciéndolo de una manera
excelente, cuidando a los enfermos con mimo y delicadeza, atendiendo el mínimo
detalle. Y las familias que sufren muchas veces en silencio, nos tienen a su lado.
Me dirijo a ti que limpias la habitación
dejándola perfecta, o a ti que preparas la comida para que suba caliente, a ti
que a la vez que curas te preocupas de lo que siente el paciente, a ti que
estás con papeles todo el día para que todo fluya armónicamente, a ti que eres
capaz de dar esperanza a un enfermo mientras lo aseas, a ti que con enorme
delicadeza entras en un domicilio, y a todos los que cada día tratáis de no
decir, si no de hacer las cosas bien. Sois excelentes.
Una vez oí un discurso que se me quedó grabado
en la memoria acerca de nuestros sueños. Todos tenemos un sueño. Tú tienes un
sueño. No importa cuán difícil, decepcionante, frustrante sea alcanzarlo.
Porque si lo tienes en tu cabeza es posible alcanzarlo. Es necesario que te
desarrolles a ti mismo, que saques de tu vida a los que te roban la energía, a
la gente que no quiere nada, a gente que está retándose a sí misma, a gente que
no está creciendo y que dejó de soñar. Es necesario que atraigas a personas que
se puedan aliar en tu sueño, que tengan hambre, que no se conformen con lo que
les ha tocado vivir. Entonces, si es posible.
Trabajamos y nos desarrollamos en equipo,
donde todos y cada uno da lo mejor, donde el talento mediante el trabajo diario
de las habilidades, se desarrolla e impregna al de al lado, donde todos
aprenden y se benefician, en el que objetivo del logro se consigue con el
esfuerzo individual y compartido, donde todos ganan y nadie pierde, donde se da
la máxima expresión del afecto y del dolor. Es el equipo el que da respuesta a
las necesidades. Y todos equipos de trabajo, todos sin excepción, su finalidad
y su centro de atención es el paciente y su familia. Ese es el reto, todas
decisiones que se toman van dirigidas a ellos, nunca a nosotros mismos.
Día 58 de la epidemia
Habéis sido capaces entre todos de superar una
de las peores crisis que se han dado a nivel sanitario, ha sido un reto para
todos. Y solo se ha conseguido unidos, trabajando todos los equipos para un fin
muy concreto, atender a los más vulnerables, los pacientes y sus familias,
teniendo en cuenta que estábamos en un escenario altamente complejo, del cual
no conocíamos casi nada. Desde la individualidad de cada uno, con los miedos a
enfermar, a enfrentarse a lo desconocido, os pusisteis a trabajar juntos para
superar esta crisis.
Cada uno desde su puesto de trabajo ha hecho
una labor magnífica. El futuro es nuestro, seguiremos adaptándonos a las
necesidades de nuestros enfermos y de la sanidad aragonesa, porque somos
capaces. Tú tienes la magia de hacerlo.
Esta es la grandeza de nuestro hospital.
Ah,… y volverán los cafés con abrazos.
Emilio González.
Médico
responsable de Cuidados Paliativos.
Hospital San Juan
de Dios de Zaragoza
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