Mi hijo Pablo murió poco antes de cumplir dos años. Once meses antes le habían diagnosticado una leucemia mieloide aguda M7, una de las más raras y de peor pronóstico. Tras agotar todos los ciclos de quimioterapia y todas las terapias posibles (incluidas combinaciones de fármacos apenas usadas y diseñadas por los equipos de oncología pediátrica de tres grandes hospitales españoles), los médicos lograron una remisión que permitió un trasplante de médula.
Todo parecía ir bien, se rozaba el milagro: el trasplante funcionó, no hubo rechazo. Pero la enfermedad fue más fuerte y rebrotó con una virulencia inesperada. Nada se pudo hacer. Nos preparamos para la muerte de nuestro hijo, una historia que conté en mi libro La hora violeta.
Hasta que murió, mi hijo Pablo había pasado la mitad de su vida breve en hospitales. Le aterraban las batas blancas y añoraba mucho su casa. Cada vez que nos daban un alta y entrábamos en nuestro piso, Pablo volvía a ser por unos días un niño normal y feliz. Por eso, su madre y yo decidimos que se merecía pasar sus últimos días en el lugar del mundo que le correspondía. En su cama, con sus juguetes, protegido por la intimidad.
Hasta ese instante, el sistema sanitario público se había volcado con él. No teníamos más que elogios y gratitud por todos los esfuerzos que las doctoras, las enfermeras y todo el personal y el tejido de asociaciones habían hecho por salvar su vida. Sabemos que se hizo todo lo que la ciencia permite hacer y que no hubiera tenido una atención mejor en ningún otros sitio del mundo. Pero en el instante en que decidimos llevar a morir a nuestro hijo a casa, el sistema desapareció. Nos quedamos solos.
En un hospital, Pablo habría recibido cuidados paliativos, pero esa opción no existía si estábamos en casa. Aunque contamos con todo el apoyo del hospital, que nos atendía a cualquier hora y nos entregó los fármacos necesarios para aliviar el dolor, nadie vino a vernos. Ningún equipo de paliativos nos visitó, ni una enfermera. Nada. Nos enfrentamos en la soledad más angustiosa a la agonía de nuestro hijo, confiando en nuestro instinto, sin saber si lo hacíamos bien o si podíamos hacerlo mejor.
Nos contaron que los cuidados paliativos domiciliarios para niños son una especialidad muy sensible y que casi no existen. Son muy caros, dicen. Por suerte, la mortalidad infantil en España es muy baja. En términos de gestión sanitaria, no es rentable mantener unas unidades que requieren mucha especialización para atender tan pocos casos: entre tres mil y seis mil. Sólo unas pocas Comunidades Autónomas tienen este servicio. En otras, hay planes y buenas intenciones. En realidad, sólo Murcia y algunos hospitales de referencia de Madrid y Cataluña lo ofrecen. En algunos casos, como en el del Niño Jesús de Madrid, gracias a la financiación privada de una fundación.
Desde que hice pública esta historia he recibido muchas opiniones de profesionales que coinciden en que falta voluntad política para que todos los niños que mueren en sus casas reciban cuidados paliativos.Me dicen que hay profesionales cualificados que sólo necesitan un poco de formación, y que el sistema sanitario está más que preparado.
La objeción es presupuestaria, pero yo me pregunto: ¿Cuánto cuesta dejar desamparados a los pocos niños que mueren en sus casas? ¿Qué precio se pone? Si argumentan que España no se puede permitir atender la agonía de esos niños yo respondo que lo que no se puede permitir un país que presume de civilizado es dejar a esos niños y a sus padres en la soledad de sus dormitorios.
Aunque haya planes autonómicos y fundaciones y hospitales concretos sensibilizados con esta cuestión, hace falta aunar una voluntad política nacional que tome conciencia de que, por pocos que sean, hay niños que se mueren, y que tienen derecho a morir en sus casas sin sentirse por ello abandonados. Tienen derecho a no morir como murió mi hijo.
Por eso te pido tu firma para pedir al Ministerio de Sanidad y a las Comunidades Autónomas que trabajen conjuntamente para incorporar y extender los servicios paliativos pediátricos domiciliarios como un derecho para cualquier niño cuyos padres lo soliciten, vivan donde vivan. Se que podemos conseguirlo, porque gracias a peticiones ya iniciadas en esta plataforma se están consiguiendo avances en muchos otros ámbitos de la Sanidad. Sólo necesitamos todo el apoyo posible.
3 comentarios:
Amiga ya firme la petición, granito a granito de arena espero podamos hacer una playa donde los niños tengan el derecho a irse con dignidad.
Un abrazo afectuso
En Baleares, también hay una Unidad específica de Cuidados Paliativos Pediátricos, que acompaña a los niños y sus familias en el domicilio.
No se si servirá como firma, pero si para reafirmar la eficacia de este modelo de Cuidados que respete y acompañe en el domicilio en el proceso final de la vida.
Gracias Alondra (como siempre) y bienvenido y gracias Antull.
Siempre se debe garantizar la dignidad del ser humano (niño, adolescente, adulto, anciano...) y sobre todo en esos momentos del final de la vida. Cada vez creo que nuestro sistema sanitario trata sólo enfermedades y no personas (no digo enfermos), digo personas que por una razón u otra han desarrollado una enfermedad. Se tratan los datos analíticos, la biología, importa más que la cifra de glucemia, del sodio, del potasio esté en el rango normal, que lo que al paciente le pueda preocupar o lo que el paciente pueda temer.
En el caso de los niños mucho más, los niños también enferman y fallecen y con ellos una parte de sus padres, pero eso es mejor no verlo... al niño es mejor verlo jugando, o riendo. Lo que no sabemos gestionar, es mejor esconderlo. A. Jovell decía que el cáncer son tres enfermedades en una y una de ellas era la soledad.
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