Ton y Matilde vivían en una casa de piedra con techo de paja, en la ladera de una montaña, al fondo de un valle perdido de la vista de todos.
Eran tío y sobrina, los últimos herederos de una tierra de nadie que cultivaban y donde pastaba el poco ganado que tenían. Bajaban andando al pueblo una vez al mes a comprar lo imprescindible, y volvían a subir a casa con la compra por una estrecha senda de varios kilómetros. En el pueblo se rumoreaba que eran algo más que parientes derivados del mismo árbol genealógico.
Durante años su vida fue igual, tranquila y solitaria. Su casa, yo estuve allí, contaba sólo con lo imprescindible (ni aún eso, para la mayoría), pero tenían una botella de anís del mono para obsequiar al visitante que quisiera acercarse a saludarlos y a compartir un ratito de conversación.
Un buen día, o mejor dicho, un mal día, Ton, que ya tenía sus años, tropezó, se cayó y se rompió una cadera. Le llevaron al hospital, y a Matilde, los servicios sociales de la zona le buscaron una casita en el pueblo donde poder vivir de alquiler. Al cabo de los días, Ton fue dado de alta y trasladado a la casita nueva. Pero esos mismos servicios sociales, así como los sanitarios, creyeron, por diferentes motivos, que su lugar no era ése y que donde mejor podía estar, siempre según criterio ajeno, era en una residencia, donde tendría de todo. Ton no quería ir (hay que señalar que era una persona razonable y con un nivel cognitivo normal), se resistió, pero le convencieron, sólo sería algo temporal.
Al cabo de una semana, Ton murió, con su fractura de cadera consolidada y ningún otro factor de riesgo añadido,...a no ser la distancia de todo lo que él quería, la pena y el dolor en el alma.
Matilde vive todavía en el pueblo, se ha adaptado. Pero cada día echa de menos a Ton.
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