... el cáncer:
A diferencia de Iván Illich, Liz sabe perfectamente de qué se está muriendo, y nos cuenta con todo lujo de detalles la progresión de su enfermedad y los vanos intentos de dominarla con todo el arsenal médico a su disposición:
"Hace un mes me dijeron que tengo cáncer. No era del tipo limpio, limitado, que me podría haber esperado, bien suspendido en el pecho, con sus pequeñas y resbalidizas circunvoluciones, retorcido tortuosamente sobre sí mismo, endurecido, marchito hasta convertirse en una nuez diminuta, extraíble. Ni siquiera dos. Se había extendido por mi cuerpo como un huésped torpe quese presenta sin que lo inviten, obeso, que come demasiado, que sigue encontrando habitaciones y ocupándolas. Probé la terapia durante semanas, me puse pañuelos, escondí los cepillos. Subía el volumen del equipo de música cuando corría al baño a vomitar."
Liz se las arregla para aparentar cierta normalidad ante los demás, pero a solas no puede sino llorar por lo que la cirugía y la terapia están haciendo a su cuerpo:
"Intento no mirarme el pecho. Está asolado, apisonado, roturado por las vías de tren y los aparcamientos de la Vía Quirúrgica. Sé que hay ausencias, como si los huecos fueran las huellas subrepticias de la cuchara de un niño en el postre de mañana por la noche. El sitio donde, cuando tenía cinco años, creía que se alojaba mi alma ya no existe."
Sin cuerpo reconocible, Liz se siente más muerta que viva. Y es capaz de contarlo.
"Soy algo putrefacto. Me pregunto si huelo, si me descompongo por dentro como la fruta a pesar de seguir siendo capaz de caminar entre ellos como los muertos entre los vivos, durante cierto tiempo, sólo durante cierto tiempo, hasta que las cosas empiecen a notarse, hasta que las cosas se pongan incómodas."
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